martes, 28 de junio de 2011

Oda a Castilla

He aquí Castilla, la tierra de leones
castellanos de desnudos corazones
con garras de cálida y apasionada esgrima
nuestras familias guardamos noche y día.

He aquí Castilla, la vieja gloria
antaño nuestro sol nunca se ponía
la dejamos para guardarla en nuestra alma
sincera, pura, cálida como nuestro alba

He aquí Castilla, ahora arrasada
y una a una va cayendo nuestra espada
nuestro envidioso enemigo aniquila
todo cuanto se mueve, todo lo que respira

He aquí Castilla, ahora tierra triste
antaño alegre castañuela, como viste
ahora, abusada por avaricioso gabacho
¡¿Castellanos, es que ya no estáis hartos?!

He aquí Castilla, que ya no germina
todo muere, arde, batalla que no termina
prospera la guerra que no cultivamos
para el soldado ha llegado de segar lo sembrado

He aquí Castilla, ahora arrebatada
¿vamos a quedarnos en casa?
¿vamos a inclinar nuestro cuello?
¡¿o vamos a luchar hasta quedar sin resuello?!

He aquí Castilla, tierra del buen honor
por la familia, aguantamos gran dolor
aquí morimos con gran valentía
y nunca, ¡nunca! pediremos aministía


¡Castilla es de quien sangró por su libertad!
¡No por quién la quiso exclavizar!

¡Lucha, vence y muere, pueblo castellano!
pues mejor muerto que consentir gabacho




Poema anónimo encontrado entre los castellanos fusilados por Mountaigne. Hace una semana.

lunes, 6 de junio de 2011

¡Cierra, Castilla!

Los cuervos estaban a la espera de su festín. Pero hasta entonces, su futura comida se pudría al sol sobre las estepas marrones de Zepeda. El ejército Mountaignés, situado al norte de la estepa, gozaba de cómodas y limpias tiendas de campañas blancas, coronadas de banderas azules con el emblema del Sol de su nación. La moral del ejército invasor era alta, después de ocho horas de batalla contra el inquebrantable e improvisado ejército castellano. Se escuchaban sus risas extranjeras y sus ánimos fervorosos ante la inminente victoria a través del aire que olía a muerte y pólvora. De fondo los castellanos oían cómo se daban a la fiesta y la celebración anticipada, lo que les ponía con un humor de perros al ver a su enemigo alardear de pretender saber el resultado de la batalla.

"Solo Dios sabrá" decían los soldados castellanos.

Por contraste, El Tercio Viejo de San Juan se encontraba al otro extremo del campo, con escasas tiendas de campañas hecha jirones y con sus viejos soldados reunidos en las cazuelas, prestos a comer cualquier cosa: desde lagartijas hasta algunos huevos robados y manzanas. El ejército castellano era un conjunto de soldados quemados por el combate y la guerra; se distinguían claramente dos tipos de soldados: los del Tercio Viejo y los que se les habían unido por el camino, con deseos de expulsar a los invasores de sus casas. Los veteranos, distinguidos por los capacetes, habían renunciado a su peto, cediéndoselo a los novatos y campesinos, los cuales lo agradecieron amistosamente la protección. A la larga los soldados del Tercio Viejo cogieron la creencia de que más valía confiar en los camaradas que en las armaduras. La unión y la fe podía ser una valiosa armadura. A pesar de la tregua, nadie perdía un segundo. Los soldados veteranos seguían instruyendo a los campesinos en el manejo de armas.

Los Mountaigneses se habían retirado de la batalla por el calor sofocante del clima continental interior y por el acoso ilógico de los guerrilleros castellanos. Pero sabían que la batalla estaba ganada, no había más que tener ojos para saberlo.

Por el contrario, el Tercio Viejo de San Juan no se rendiría, no ya porque eran castellanos: tozudos, pasionales y unidos más allá de lo razonable; sino porque aquél ejército invasor les había dejado huérfanos de tierra natal. San Juan cayó hacía unos dos meses y ellos no estuvieron allí para poder evitarlo, porque se encontraban en un frente inmóvil y lejano que les había otorgado la Corona de Castilla. De todas formas, no habría servido de mucho, pues la tomaron con barcos. No hubiera habido lucha, las fragatas y monitores mountaignesas les habrían bombardeado desde el puerto. Con las atarazanas bloqueadas, era cuestión de tiempo que la península castellana cayera: fuera de hambre o bajo el cañón del invasor extranjero.

El capitán Ramiro León escrutaba la animada acampada mountaignesa al frente del campamento castellano, ignorando el ruido, las órdenes que daban sus sargentos a sus soldados y el griterío de los moribundos y heridos. Se encontraba con el sombrero de ala ancha puesto y con el capote deshilachado azotado por la brisa árida de agosto. Su sargento, Bianca, se acercó mientras se recogía el largo cabello oscuro, presto junto con el furriel Mariano, que aún portaba la bandera del Tercio a pesar de apenas ver con la venda que le cubría casi toda la cabeza. La bandera se había mantenido en vertical durante las 2 semanas de batalla, pero ahora el aspa de borgoña ondeaba triste sobre la tela en la que convivían el escudo de San Juan y el de la nación de Castilla, acompañado del lema: "Castilla mi natura, Vodacce mi ventura, Eisen mi sepultura". Ambos soldados se acercaron haciendo ruido para no sorprender a su superior y se dieron cuenta de que se le crispaba el rostro cuando los invasores se reían y disfrutaban de una buena comida. Los recién llegados hicieron un saludo marcial a su superior y la sargento se dispuso a informar.

-El maestre de campo, Luís del Río, ha fallecido. No ha pasado de esta batalla, como ya vaticinó. Su última voluntad es que la provincia de Zepeda no caiga, pues dice que eso supondrá el fin de nuestra nación.

Después de decir esto, se santiguaron y murmuraron unas oraciones para que encontrara el descanso. El rostro de Ramiro León, surcado de cicatrices y quemaduras, quedó impasible, aunque su barba descuidada temblaba ligeramente. Su honorable maestro y querido superior había muerto en el campo de batalla, pero no le dedicó una sola lágrima al caído. No porque no sintiera dolor, sino porque no era momento de mostrarlo. Cuando muriese, ya tendría tiempo de llorarlo con sangre en el fragor de la batalla. Dejaría que su espada expresara su agonía y su tristeza. El capitán se quitó el sombrero y se limpió el sudor, acababa de darse cuenta de que ahora él estaba al mando del Tercio.

-Que todo Cristo se entere de la mala nueva. Hacedlo bien, quiero que su muerte les haga arder la sangre de justicia. Obligadles a sacar las garras de leones que sé que tienen. Hacedlo vos, Mariano, sois muy pasional y fervoroso a la hora de honrar a los muertos. Mandad al capellán a dar la extremaunción al caído.

-Así lo haremos.

-Sargento. Podéis quedaros conmigo.

Bianca no mostró sorpresa. Vestida casi anacrónicamente con un uniforme castellano bastante antiguo de su tierra natal de Aldana, se acercó a su superior jugueteando nerviosamente con el cuerno de guerra que siempre llevaba, herencia guerrera de su familia.

-Han llegado noticias desde Ciudad Vaticana, ¿verdad?- preguntó sombrío al sentir la presencia de ella.

-Así es, mi capitán. Iba a llevársela al Maestre de Campo, pero...

-Como ahora soy el que carga con la responsabilidad del Tercio, os invito a que me contéis qué dice el Concilio de la Razón.

Bianca ignoró el resentimiento con el que el capitán había nombrado al concilio de los cardenales de Castilla.

-El Concilio de Razón ha denegado los refuerzos que solicitamos. Dicen que es primordial guardar todos los hombres posibles para contenerlos en el Fuerte del Río Delia. Está firmado por el infante Sandoval.

-El Infante no tiene ni voz ni voto- se lamentó el capitán-. La Iglesia está demasiado metida en política. Los cardenales solo cubren sus intereses y se dedican a reforzar la Ciudad Vaticana. Han dado por perdida nuestra tierra mientras ellos viven aún comodamente al lado del Mar del Cielo. Si queremos luchar, tendremos que contar con el pueblo, por lo demás, estamos solos. Malditos cardenales ¿Acaso les parecía poco conquistar el mundo espiritual sino que también quieren dominar el material?

-Guardaos esos comentarios, mi capitán, los hombres pueden escucharos y muchos otros pueden ofenderse. Hay muchos devotos.

-Soy creyente, sargento. Lo que no creo es en los hombres de Dios que se meten en política.

-Os creo.

El capitán se pasó una mano por la cara, palpando las grietas de sus cicatrices mientras miraba el paisaje castellano regado con la sangre de los soldados. Ya no podrían aguantar mucho más. El Tercio había retrasado ya durante meses el avance del superior, numeroso y profesional ejército mountaignés gracias a la guerrilla que caracterizaba a los castellanos: emboscadas, encamisadas, ataques relámpagos...fervor, valentía, amor a su tierra y valor, mucho valor.

- ¿Podremos organizar una encamisada para esta noche?

-No- respondió tajante el capitán.

-Sabe que cuenta con Mariano, Castellanos, Miguelo "Cachiporra"...

-Sé que cuento con los tuyos, Bianca, pero no nos dejarán una noche más. Además, no debemos abusar de las tácticas...o acabaremos enseñando a los gabachos todo lo que sabemos.

-Con permiso, capitán, jamás aprenderían a sangrar y morir como un castellano. Eso es algo que llevamos en la sangre y en nuestras almas. Ellos matan por su patria, nosotros morimos por la nuestra. Eso es lo que nos diferencia.

El capitán se limitó a asentir aprobatoriamente mientras desataba una leve sonrisa. Miraba el campamento enemigo, pues escuchaba los cascos de unos caballos aproximarse por la estepa.

-He aquí los carroñeros.- murmuró.

Bianca miró al cielo, escuchando a los cuervos esperar a alimentarse de los caídos.

-¿Los cuervos?- preguntó extrañada.

-No, los gabachos.

Sobre el horizonte de aire ondulado, se acercaban seis jinetes que escoltaban al general enemigo: el Mariscal Charles Dupont. Iba escoltado por un Sargento de los Mosqueteros del Rey Sol (por lo que dedujo que el Mariscal tenía sangre real) y cinco de los temida caballería pesada mountaignesa: los curaisser. Los jinetes portaban muchas banderas: una azul repletas del icono de la flor de Lis, otra del Reino de Mountaigne, otra de una casa familiar (presumiblemente la del mariscal) y otra sin ningún emblema. Ésta última era totalmente blanca.

-Los gabachos quieren parlamentar. O imponer sus condiciones más bien.

-Qué gran honor- añadió sin mucho entusiasmo Bianca.

-Reúne a lo que queda del Estado Mayor del Tercio. Trae a Mariano y dile que traiga otro abanderado que porte una tela blanca. Ordena al ejército a formar para dar batalla. Quiero a los piqueros en el centro, arcabuceros en los flancos. Veteranos al frente.

Hizo esto Bianca con gran rapidez, pero ya se sabe que las cosas rápidas no se suelen hacer bien. El capitán miró al abanderado Castellanos, portando una pica con una camisa blanca manchada de sangre anudada al asta del arma. Su bandera blanca, símbolo de parlamento y diálogo, estaba ensangrentada.

-Bastará. No es momento de ponernos pulcros. Adelante.

El ejército Mountaignés se desplegó en el campo de batalla. Los fusiliers de línea, vestidos con impecables casacas azules y blancas, se movieron en bloque lentamente haciendo un ruido atronador con cada paso a ritmo de un pífano que lanzaba las notas al aire de una marcha militar típicamente mountaignesa. El ejército enemigo se desplegaba de nuevo para la batalla. Ramiro León, o "León", miró dónde anclaban sus enemigos la artillería de seis libras. Tendría que saberlo en todo momento...ellos no contaban con cañones.

Con el Maestre de Campo muerto en combate, así como su Sargento mayor y sus ayudantes de campo, el Tercio Viejo de San Juan tuvo que improvisar un Estado Mayor para parlamentar con el Mariscal. Ramiro León, Bianca, Mariano y Castaños (un arcabucero que portaba la bandera blanca) avanzaron a pie, cojeando y aguantando el dolor de las heridas. En gran contraste, sus oponentes trotaban en perfecta formación de diamante en magníficos corceles de guerra. El Mariscal Charles Dupont, un hombre maduro vestido con casaca azul marino de gala y un bicornio oscuro orlado de cintas con los colores de su patria, miró a sus oponentes con clara muestra de desdén y desagrado al comprobar que eran unos sucios y malolientes campesinos los responsables de que Le Grande Armée no hubiera podido consolidarse en la provincia de Zepeda, ni haber llegado a la ciudad de Santiago. A estas alturas, ya debería estar asediando el fuerte de San Teodoro, pensaba el Mariscal con ambición.

-¿Hay alguna de estas sucias gallinas que sepa hablar mi idioma?- dijo el Mariscal en su mountaignés. Evidentemente, ninguno de los castellanos le comprendió.

-Encima el muy cerdo viene a hablarnos en su lengua.- dijo Castellanos ásperamente clavando el asta de la bandera blanca en el suelo con violencia-. ¡Eh, tú! Si tantas ganas tienes de hablar en tu idioma vete a tu casa, paticaliente. En cuanto me des la papaya te machaco ¿me oyes? ¡A montar gorro a otra parte jodía hostia!

Los escoltas del Mariscal, aun no entendiendo lo que Castellanos Jiménez decía, notaron el tono hostil de sus palabras y desenvainaron los sables. Ramiro León levantó una mano haciendo callar a su oficial arcabucero. No había entendido gran cosa de lo que había dicho el mariscal, pero sabía qué tenía que decir.

-Estáis en Castilla y éste es nuestro hogar. Una tierra que mancilláis con vuestra presencia hostil y deshonrosa. No tenéis ningún derecho de exigirnos nada pues aún somos libres y esta sigue siendo nuestra tierra.

El Mariscal sonrió y se quitó el bicornio.

- Ahora recuerdo por qué L´Empereur tiene tantos quebraderos de cabeza con vuestro pueblo. Vengo a que prestéis vuestra rendición...

-Esto es un Tercio Castellano. Aquí nadie se rinde, todos luchamos y morimos juntos.

-Bonitas palabras, pero dejadme acabar. A cambio, dejaremos que portéis vuestras banderas y que volváis con vuestras familias. Os aseguraremos que no sufriréis ningún daño si no os oponéis a nuestra noble causa.

-¡Por todos los diablos! ¿Habré oído bien? ¿Noble causa?- replicó Castellanos, que se abalanzó hacia el Mariscal para inflarle los morros, pero fue sujeto por la sargento.

-Con nuestra soberanía,-continuó el Mariscal- gozaréis de los privilegios de servir al Empereur, así como el bienestar de nuestra avanzada civilización y tecnología. Nunca más sufriréis malas cosechas y dejaréis de vivir como vagabundos catetos en el campo. Y ante todo, os liberaremos de la tiranía de la Inquisición y su Iglesia.

Tomó la palabra el capitán del Tercio.

-Nuestros problemas los solucionamos nosotros y no creo que os hayamos pedido opinión ni ayuda. Sólo habéis entrado en nuestra tierra a golpe de cañón sin pegar en la puerta. Estoy de acuerdo de que nuestra vida pueda ser dura, pero no nos hemos quejado nunca. Si queríais ayudar, era tan simple como no invadir nuestra tierra ni meteros en nuestros hogares. Os sentís libertador, pero no sois más que un grano en el culo que ha llegado sin avisar ni preguntar.

-No he acabado con las condiciones...capitán, si es que es vuestro verdadero rango. También liberaré a los prisioneros que hemos hecho. Son de vuestro ejército- el Mariscal se giró y miró hacia el campamento-. Mírelos, allí están.

Con horror, los oficiales castellanos miraron cómo los fussiliers mountagineses ataban a los prisioneros unas sogas al cuello a las robustas ramas de unos árboles solitarios. El Mosquetero que escoltaba al Mariscal negaba la cabeza, desaprobando tímidamente las acciones de su superior.

-No me queda más remedio que echaros por las malas para traer el orden y la justicia a esta tierra. Si os retiráis, viviréis. Si no...bueno, podéis imaginároslo.

El Sargento de los Mosqueteros que lo escoltaba se acercó a su señor y le habló en mountaignés.

-Señor Mariscal Charles Dupont, ¿no creéis que hay otra manera de llegar al consenso con éstos nobles soldados? Han luchado valientemente y con honor...

-Calláos, Gabriel. Si no podéis apoyarme en lo que hago, será mejor que os calléis- le pidió éste otro.


Dicho esto chasqueó los dedos. Un curaisser levantó una mano y los verdugos tiraron de una rama a uno de los prisioneros castellanos. El capitán conocía al prisionero, era un muchacho al que le habían desposeído de su granja, además de que su ganado había muerto por la artillería mountaignesa porque sospechaban que habían guerrilleros castellanos en la granja. El cuello del prisionero se rompió de un chasquido doloroso, por lo que murió instantáneamente. Los otros prisioneros estaban asustados, pero no ante el enemigo, sino ante la muerte. Inesperadamente empezaron a gritar desde las gruesas y duras ramas de los árboles. Hubo un forcejeo en la zona donde estaban los prisioneros. Los rehenes se estaban ejecutando ellos mismos.

-¡No dejéis que caiga la ciudad de Santiago!- gritó uno de los prisioneros a su capitán desde lejos, lanzándose voluntariamente al vacío, la soga hizo su trabajo.

-Nuestras almas están con Dios, ¡ya estamos muertos! Luchad por nuestras familias.-gritó otro saltando.

-¡Santiago!- exclamó otro lanzándose al vacío

-¡Castilla una y libre!- gritaba otro antes de que su cuello se quebrara.

Los verdugos estaban confusos y coléricos. Creían que iban a gritar clemencia, pero no se esperaban que los prisioneros se ejecutaran voluntariamente dando ánimo a sus tropas. No pudieron evitar la muerte de los rehenes a tiempo. Ramiro León le agradeció a sus hombres su arrojo y valor, pues le dolería no haber accedido a las condiciones del Mariscal. El ejército castellano estalló de ira y abucheó al Mariscal. A éste no pareció importarle la opinión de sus enemigos, solo le importaba la victoria, los métodos daban lo mismo.

-Veo que ya no tenéis nada con qué negociar. Mis hombres han hablado- dijo León santiguándose y coreado por el Tercio Viejo.

-La madre que lo parió...-soltó Castellanos lanzándose al ataque mientras le contenían Bianca y Mariano.-¡Sujetadme! ¡Sujetadme que le inflo al gabacho este!

-En ese caso, tendré que ordenar a mis hombres que ataquen. -sentenció el mariscal dándose la vuelta a caballo, ignorando al resto.

-¡Charles Dupont! Ésta conversación no ha acabado. ¡Debéis responder ante vuestros actos deshonrosos e inustos! Se ve que la palabra ha muerto hoy, dejemos que hablen nuestras espadas. Un duelo a muerte. Me lo debéis después de tal agravio hacia los prisioneros.- León desenvainó su vizcaína y su florete y adoptó una postura de esgrima conteniendo el odio y la violencia. Le rechinaban los dientes, en cuanto accediera se lanzaría al ataque.

Pero Charles ni se giró, ni accedió a sus ruegos. Se puso los guantes blancos de gala y le dio indicaciones al Sargento de los Mosqueteros.

-Gabriel, vos podéis encargaros de él. Si quiere un duelo, que así sea.

-¡Contra vos, mariscal!-gritó Ramiro- No seáis cobarde.

-No tiene nada que ver con la valentía, capitán. Simplemente no soy estúpido, esta batalla ya la tengo ganada.

Gabriel du Montaigne desmontó de su caballo con desagrado y accedió como un autómata. El mosquetero desenvainó su florete y su main gauche e hizo un saludo de esgrima sin ninguna gana de enfrentarse a Ramiro León.

-En garde!- dijo el mosquetero, esperando a que su contrincante se lanzara.


El capitán castellano lo ignoró y se dirigió con odio hacia Castellanos, dándole la espalda a su contrincante de esgrima. No era eso lo que había esperado Gabriel, el cuál estaba ya confuso.

-¡Castellanos, tira esa maldita bandera blanca ensangrentada! ¡Sargento, ordene el ataque!

-¡A sus órdenes capitán!- gritó la oficial.

-¡Ya era hora cojones!-gritó Castellanos tirando la bandera blanca.


Bianca tomó el cuerno de guerra. El Tercio Viejo de San Juan avanzó en formación por la estepa al grito de "Castilla". Las largas picas castellanas se alzaron alabando el cielo como un mar de púas, mientras los arcabuceros le escoltaban con aire furioso y marcial. El ruido del avance del Tercio Castellano era contundente e imparable.

El Mariscal enemigo llegó a su frente y dio la orden de atacar.

-Avancez! ¡La Joven Guardia, conmigo!

-La Garde meurt, elle ne se rend pas! (¡la guardia muere, no se rinde!)- gritó la disciplinada compañía de élite mountaignesa.

En el centro de la estepa, en tierra de nadie, Ramiro intentó irse, pero el mosquetero le seguía presentando batalla. Ramiro accedió al duelo que había iniciado. Debía cumplir su palabra. En mitad del lugar donde iban a chocar los ejércitos, el castellano y el mountaignés se enfrascaron en el dialecto de las espadas, acometidas veloces, y estocadas mortales. Los duelistas avanzaban y retrocedían mientras las dos olas de los ejércitos enfrentados se disponían a romper en el centro del duelo. La ira de Ramiro cegó su paciencia en la batalla, lo que le hizo ser imprudente y, por lo tanto, perdedor del duelo. Gabriel le apoyó la punta del florete en el cuello cuando dejó al capitán castellano en el suelo.

-Daos por vencido.- pidió el vencedor.

-El duelo era a muerte, mosquetero. Acábalo.

Al sargento de los mosqueteros no le apetecía nada acabar con su contrincante, lo admiraba.

-Entonces no lo deis por terminado.- dijo éste con un fuerte acento mountaignés-. No es compasión, León. Sois honorable y os respeto, simplemente.- le saludó con el florete y se retiró a su compañía de Mosqueteros para unirse a la batalla.

Ramiro se levantó con esfuerzo y dolor. Pero la ira y el brío corrían en sus venas. El ejército Mountaignere avanzaba frente a él. Pero a sus espaldas se acercaba el castellano.

Todos escucharon de repente gritar al Mariscal.

-Artillerie! ¡Fuego!

El Tercio Viejo de San Juan recibió la descarga de las baterías de cañones de seis libras. La descarga fue atronadora y caía sobre los piqueros del Tercio. A pesar de que los hombres caían y las lanzas se quebraban ante la artillería, los castellanos no cejaron en su avance. Es más, entraron en el fulgor de la batalla. Bianca siguió haciendo sonar el cuerno, uniéndose a la línea de piqueros, los cuales saludaron con un grito a su sargento. El cabo Castellanos se unió a sus arcabuceros y el furriel Mariano, con la bandera del Tercio ondeando al viento árido. Hacia un sol de justicia para una sangrienta batalla como aquella. Bianca saludó al capitán cuando la formación lo alcanzó. De repente el Tercio Viejo estaba desplegado, aunque recibiendo la artillería. Detrás de ellos, a varios kilómetros, se encontraba una de las últimas ciudades libres de Castilla occidental,Santiago, la cuál no debería caer si no querían estar a un paso más de perder su tierra. Tenían que librarles del tirano extranjero. Desenvainó la espada y la empuñó hacia el cielo.

-¡Santiago!-gritó el capitán con la espada recortada por el justiciero sol.

-¡Cierra!- rugieron los hombres del Tercios.

-¡Santiago!- repitió el capitán.

-¡Cierra!

-¡Santiago!

-¡Cierra Castilla! ¡Aur!

El ejército castellano avanzó picas al cielo y mosquetes cargados aun siendo bombardeados por la artilleria. Los fusiliers y la caballería pesada Mountaignesa les esperaba. Ramiro rugió como una bestia. Ramiro León lo llamaban, pero "León" no era su apellido, era un sobrenombre. Entonces supieron sus hombres por qué le llamaban "león". El Tercio Viejo de San Juan cargó como leones, nobles y con furia. Ramiro avanzó con los suyos.

-¡El Mariscal es mío!-gritó León.

-¡Santiago y cierra, Castilla!

Y así comenzó la batalla por Santiago.


Castilla, Estepas de Zepeda, hace 1 año.

Cadenas por corona

Los grilletes se cerraron sobre las muñecas de Leandro Vázquez de Gallegos. El Alguacil cerró las esposas duramente y apretando con malicia,...