lunes, 31 de diciembre de 2012

Feliz año, soldados

Los cañonazos del ejército de Montaigne eran incesantes. Uno tras otro las serpentinas de la marea azul invasora en Castilla caían entre la nieve blanca de las montañas del frente del norte. Los soldados castellanos, los hombres del Tercio Viejo de San Juan, todos ellos voluntarios para defender la patria, la corona y el hogar, se ocultaban en unas granjas abandonadas por la cercanía del ejército invasor.

El grupo de soldados veteranos había sido enviado en pleno mes de diciembre de 1665 a reconocer la punta de lanza de la reciente invasión montaignense. No por nada, se decía que el legendario Montegue lideraba el ejército enemigo. El Capitán Ramiro tuvo un escalofrío que nada tuvo que ver con el frío de las montañas al pensar en Montegue: era una leyenda viva, solo él podía haber conseguido cruzar el río con todos sus hombres y superar la frontera de Castilla con tanta facilidad.

La mansión solariega abandonada tenía dos pisos y seguía bien amueblada, como si el que hubiera vivido allí ni siquiera hubiera intentado salvar sus posesiones materiales. Desde una enorme ventana en la habitación se podía ver el campo donde podrían haber dado batalla los castellanos de no ser porque Montegue había sido astutamente rápido cruzando el río.

- Está bien, ¿mi capitán?- preguntó un hombre fornido, embutido en una coraza y coronado con el capacete propio de los ejércitos de Castilla.

Ramiro negó con la cabeza, contradiciendo lo que iba a responder:

-Sí, Mariano...estoy bien.

-Necesita comer algo, capitán-le instó el mismo enseñándole el único trozo de pan duro que les quedaba.

-No. Comeré cuando sepamos a qué nos enfrentamos.

El furriel del Tercio, Mariano, se sentó en un taburete guardando el único pan que quedaba. En la ventana había otro soldado acariciando un arcabuz y miraba el horizonte con los ojos desorbitados.

-Virgen Santa. ¡Cómo es posible que se hayan atrevío los gabachos a invadirnos! Más les vale que esos hi de putas estén haciendo la musa porque como esto sea en serio se las van a ver con Castellanos- dijo rasposamente el soldado con un bufido.

-¡Sshh! ¿Es que quieres desvelar nuestra posición?- le chistó Bianca Salvador, una veterana con las ropas casi feudales de un señorío de Castilla. Estaba enseñándole a cargar el mosquete a José, un chavalillo que se había alistado voluntariamente por no tener nada. José miraba atentamente y estornudaba cada dos por tres, ya que le había pillado la ventisca fuera- No te preocupes, pronto se te pasará, es solo un poco de fiebre- le dijo la muchacha a José mientras seguía desaprobando a Castellanos, que seguía refunfuñando.

- Si es imposible ver nada desde aquí, entre la noche y la nieve - respondió Castellanos enojado- ¡Aquí no pasa ná, cojone! Estoy más tostao que una puta en una iglesia.

Pero el capitán Ramiro levantó una mano cerrada en un puño y todos callaron. Había escuchado algo, así que prestos los exploradores bajaron con cautela por las quejosas escaleras de madera de la casa solariega. Detrás de la puerta pareció que entre el sonido de la ventisca se oyó algo. José, que era el más sigiloso, se aproximó a escuchar tras la puerta, pero con tan mala suerte, que el brutal resfriado le hiciera estornudar al lado de la puerta.

A partir de ahí todo fue un caos. Una salva de disparos atravesaron la fina puerta de madera, acribillando al joven y voluntario del Tercio. El chico cayó en el suelo de madera con un sordo golpe. Estaba muerto.

-¡Allez! ¡Allez!- se escuchó en el exterior de la casa entre la ventisca.

-¡Gabachos!- exclamó Ramiro y de inmediato Bianca y Mariano se habían puesto a los dos lados de la puerta principal, emboscando con éxito a los primeros y bien abrigados soldados extranjeros.

Desde el exterior, entre la nieve, un tirador montaignense apuntaba a la puerta donde se podía entrever el capacete del abanderado Mariano acabando con un mosquetero enemigo, pero antes de que apretara el gatillo alguien le atravesó la cabeza con un balín de plomo.

-¡Corred a casa desgraciaos! ¡Aquí no os queremos!- gritó Castellanos al resto de soldados desde la ventana del desván, recargando su recién disparado arcabuz.

Ramiro y sus soldados tuvieron un pequeño respiro, pero entre la ventisca se vislumbraba una línea de infantería.

- ¡Castellanos, acaba con el oficial! ¡Danos cobertura mientras escapamos por la puerta trasera!-gritó el Capitán desde el piso de abajo.

No oyó la respuesta, pero en un Tercio castellano lo normal era hacer las cosas en silencio.

Ramiro, Mariano y Bianca corrieron por la casa, y cuando salieron por la puerta trasera hacia la nieve no pudieron creer lo que veían.

Un comandante a caballo, seguido de una línea completa de infantería con mosquetes les apuntaba.

No había marcha atrás. Ramiro alzó los brazos.

-¡Alto! Me entregaré a cambio de que dejes partir a mis hombres.

El comandante, embutido en un uniforme azul y blanco, se acercó a caballo mostrando un rostro maduro, surcado de arrugas y de expresión inquisitiva. No dijo absolutamente nada y siguió observándolo.

- No hace falta derramar la sangre de nuestros hombres. Dejemoslo en un duelo honorable entre oficiales. Solos usted y yo. Nos entregaremos, si me derrota...

El oficial montaignense escupió en la nieve con expresión de total desprecio.

-Soy el comandante y duque consorte Charles Dupont de Dubois. Y no hago prisioneros.

Sacó un pistolete velozmente y se produjeron dos disparos. Una centésima antes de segundo Castellanos había disparado al comandante desde la casa, dándole al caballo del comandante. Ésto le salvó la vida a Ramiro, porque el disparo del general Dupont erró el corazón del capitán al encabritarse el caballo, aunque le acertó en su pierna derecha.

Bianca y Mariano corrieron entre la nieve para escapar, pero un oficial montaignense gritó:

-¡Abran fuego!

Pero los disparos no se produjeron. Se produjo un milagro, no hubo fuego. La nieve había humedecido la pólvora de los enemigos dejando los mosquetes inútiles.

Castellanos saltó desde el desván de forma torpe y, rompiéndose unas cuantas costillas, cayó en un carro de provisiones del ejército enemigo. Pero no había tiempo que perder, así que se incorporó rápidamente y forzó al caballo a tirar del carromato.

-¡Vámonos que nos revientan!

El carruaje entró por la carretera de adoquines despejadas por el ejército enemigo, pero no tardaría mucho en que eso dejara de ser así, debían darse prisa.

Un mosquetero montaignense intentó detener el carromato, pero el capitán Ramiro le hizo frente sin armas y con una pierna herida por el disparo traicionero del comandante. Con una furia ciega y armado con uñas y dientes, profirió un rugido sobrenatural y mordió con mandíbula de hierro la yugular del enemigo. Cuando neutralizaron el obstáculo, los soldados subieron y escaparon por la carretera, huyendo de los aislados disparos enemigos.

-¡Por los pelos!- dijo Bianca agachándose en la parte trasera del carromato.

-Sí...por los pelos- repitió oscuramente el capitán Ramiro después de escupir un trozo de carne tierna del mosquetero enemigo con el que se acababa de batir. Tenía un aspecto terrible, con la cara, los labios y los dientes empapados en sangre enemiga.

Los hombres del Tercio decidieron que debían volver con el Tercio y avisar al  Maestre de Campo, Luís del Río, de que la invasión era peor de lo que se imaginaban.

Y ese maldito comandante Charles Dupont parecía que iba a dar mucha guerra en los años venideros de la invasión.

Cuando la nieve hizo imposible que el carruaje pudiera continuar, los guerreros castellanos se ocultaron en una pequeña caballeriza. Bianca y Mariano ayudaron al capitán Ramiro a llegar a la caballeriza, debían atender su pierna en seguida. Presto, le hicieron un torniquete y le lavaron la herida.

-Habrá que amputar.

-¡Un carajo! Aún no está morada. No pienso ser un jodido capitán con una pierna- gritó Ramiro con dolor.

-Esperemos que no sea gangrena, pero casi seguro que tendrás una cojera de por vida.

-Suficiente con tal de vérmelas con ese hijo de puta de Charles Dupont un día más.

La caballeriza pronto se quedó estancada de nieve e intentaron encender un fuego, pero no hubo suerte.

Castellanos llegó al refugio después de asegurar que los alrededores fueran seguros. Cuando vio dónde se habían refugiado sus compañeros soltó un bufido.

-¡Joder, debe ser una maldita broma! ¡Un pesebre! ¿Vais a representar el alumbramiento del Primer Profeta?- dijo Castellanos.

Bianca le miró con dureza, no estaba de humor.

-Sí, menos mal que has llegado, no podríamos haber empezado sin el burro.

-Vaya, y supongo que tú eres la Virgen, ¿no?- escupió Castellanos con gran sarcasmo, replicando con la misma dureza.

Bianca se escandalizó levantando la espada.

-¡¿Qué insinúas?!

Pero Mariano se puso entre los dos.

- Calma chicos, ha sido una dura noche. Sentaos y cenad.

-¿Cenar? Si no hay nada que comer.

Pero el furriel Mariano sacó del carro de provisiones montaignense un puñado de huevos frescos y algo de vino y, de pronto,  a los soldados se les olvidaron las penas.

-Los gabachos pensaban celebrar el cambio de año en esa granja, no esperaban encontrarnos allí- dijo el abanderado con una sonrisa.

Cogieron el vino y batieron los huevos, para mojarlos con el único trozo de pan duro que les quedaba, el cuál repartieron entre todos.

-¡Já! ¡Si yo soy el burro, Mariano es el buey!- se carcajeó Castellanos ahora de buen humor por tener algo en el estómago. El humor había mejorado y la ventisca de fuera crecía. Mariano aceptó ser el buey con buen grado.

- Y José podría haber sido José...- murmuró Bianca y todos se santiguaron por el voluntario fallecido.

Una voz medio dormida se escuchó a un lado. el Capitán Ramiro hablaba suavemente: estaba recostado y había cogido fiebre por la herida de la pierna.

-¿Y yo qué demonios sería? Y no me digáis que el jodido niño santo...

Todos le miraron en silencio, pero solo Castellanos abrió la boca, en nombre de todos.

-Mi capitán...pa usted ni buey, ni burro ni ná. Vuestra merced es un león.

Y a partir de ahí Ramiro fue conocido por su brutalidad al defender a sus hombres como León el Capitán.

Pronto amaneció y todos sintieron en su interior una mezcla entre vacío, unión y esperanza.

-Feliz año, mis guerreros, que peores no pueden ser- dijo el Capitán Ramiro "León" viendo el sol alzarse en un nuevo día por el que luchar.

Bianca, Mariano y Castellanos respondieron al unisono más como colegas que como soldados.

-Feliz año nuevo, capitán.



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Año 1666-1667, primer mes de la invasión de los ejércitos del recién nombrado Empereur Leon Alexandres du Montaigne al reino de Castilla. Frontera original entre Castilla y Montaigne en los montes de la provincia de Torres junto al Río del Comercio.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Nada es imposible

-¡¿Perdón, messier?!- preguntó atónito el comerciante de un puesto de jardinería en un burgo rural perdido en las miles de encrucijadas de Montaigne- !¿Puede repetirme qué es lo que quiere vuestra merced?¡

El hombre, que hasta hace poco había sido alto, joven y atlético, estaba encorvado y no se le veía apenas la cara con la capucha oscura que llevaba, a excepción de unos deshilachados cabellos plateados. Suspiró y repitió lo que le había pedido al tendero jardinero.

- Quiero un millar de rosas rojas silvestres.

-¿Pero cómo es posible que le traiga eso, vuestra merced? ¡Es imposible!- cuestionó el tendero, atónito y reflexionó.

-Nada es imposible, amigo mío. Hace poco fue el festival de las flores en los pueblos de Montaigne, ¿me equivoco?- le dijo el misterioso cliente con aspereza, completando los pensamientos del tendero.

-Oui, oui...mandaré a mis chicos a los pueblos, corren rumores por el gremio que en Mont Sant los niños han cogido las flores más bellas antes de que murieran por el invierno. Pero, messier...¿para qué quiere tantas rosas?

De la capucha se vislumbró una sonrisa alimentada por el recuerdo y la imaginación.

-Tengo una amiga...que va a montar una fiesta.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Un desvío en el camino

Le Chateaû du Soleil estaba en calma esa noche. En el aire se olía los jazmines de los jardines laterales de la Reina Madre, y lo único que se podía escuchar era los pasos ahogados de alguien por debajo de las fuentes doradas del palacio. Ese jardín apenas era visitado, ya que se encontraba cerca de la capilla donde la anciana madre del Empereur se hallaba semirrecluida. La gente evitaba la mayor parte del contacto con la Reina Madre, pues se decía que seguía siendo ferviente vaticana y odiaba a su hijo. Sus jardines eran los más bellos y los más solitarios, bajo la luz de la luna las estatuas de ángeles y querubines se mostraban bohemias y románticas. Los únicos que se atrevían ir a esa zona eran los jóvenes enamorados que por razones políticas o de envidias y disputas familiares querían ocultar al mundo su amor prohibido.

"En la corte no se nos permite tener vida."

Un firme  y silencioso hombre caminaba solitario por los jardines de la Reina Madre. Estaba embozado hasta arriba por una casaca de combate de cuero cuyos abroches fueron víctimas de las prisas; la prenda le llegaba por encima de la nariz, mostrando sus escrutadores ojos azules, que iban dirigidos a las esquinas del laberinto de setos verdes. Obviamente, no quería que le vieran rondando por ahí, pero sus intenciones no eran las de ocultar un encuentro amoroso, como otros cortesanos.

Estaba allí para planear una venganza.

Bajo el ángel redentor de mármol se encontró con otra persona. Su informante.

-Messier, está todo preparado. El hombre de la Liga de Vendel ha firmado el contrato y su negocio prestamista será vuestro en cuanto deis el dinero. Con ello, la deuda de vuestro hermano menor pasará a vos. Os ha debido costar mucho reunir tanto dinero para plantear este paso de vuestra venganza, messier.

- No te imaginas cuanto, Gauvin. Cinco años reuniendo dinero, cinco años prestándome a servicios infames para ganar dinero y preparando mi regreso...

- ¿No hubiera sido mejor preparar unos asesinatos como venganza, messier?

- Cuando me dieron por muerto hace cinco años las cosas no estaban tan claras como ahora, Gauvin. No había contado con que el cruel viejo Angelier hubiera muerto, ni que mi hermano fuera el estúpido que le diera muerte. Ha cavado su propia tumba.

El jardín se quedó en silencio. Gauvin miró fijamente a su interlocutor.

-¿Messier? ¿Le pasa algo? Está todo listo, solo necesitamos su aprobación y empezaremos. Los aliados que ha comprado están preparados.

Le costó la vida arrancar lo que le pasaba, pero el hombre contestó:

-Aún...no puedo vengarme- susurró dubitativo-. ¡No! Aún no quiero vengarme- corrigió a sí mismo.

Gauvin lo miró atónito.

-¿De qué está hablando, messier?  Algunos miembros de la familia están deseando su regreso.

-Sí, porque ahora les van las cosas mal con mi hermano menor. Solo están asquerosamente interesados- gruñó detrás del cuello de la casaca.

-¡Pero lleva años preparando esto! ¡No puede parar ahora!-exclamó en voz baja Gauvin mientras miraba nerviosamente si alguien les escuchaba.

El hombre se levantó lentamente dejando caer todos los pliegues de cuero hacia el suelo. Miró el querubín de bronce de la fuente y recordó el encuentro amoroso que tuvo con una joven cantante de la corte hace mucho tiempo. Nunca olvidaría aquél encuentro nocturno, al igual que nunca olvidaría que la perdió a ella por un cruel chantaje, por política, por envidias familiares...la perdió por una estupidez. Al cabo de un rato agachó la cabeza apesadumbrado.

-Si tengo una maldita debilidad, es que no puedo contra una mujer que llora frente a mi. No puedo quedarme quieto esperando a que cometa una estupidez...

Gauvin frunció el ceño y ladeó la cabeza como si buscara alguna lógica en lo que decía ese hombre. Pensó que tantos años viajando por el mundo le había trastocado la cabeza.

-¿Messier Julius?

Julius no respondió. Sacó un pañuelo bordado y con el pulgar calloso recorrió las casi invisibles ("y un poco torcidas", pensó) iniciales bordadas en el filo.

-Esa niña tonta me necesita.
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Julius en los jardines de la Reina Madre justo después de ver a Marina Oliván llorando destrozada por aceptar el chantaje del Emperador para que no apoyara el plan secreto del Novus Ordum Mundi en la Santa Alianza. Charouse, Montaigne.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Atlantis (I)

Desde las alturas se podía ver la gran ciudad blanca, solitaria y rodeada por el vasto océano. La blancura de las murallas y las torres se confundían con la espuma sedosa del mar eterno. Supervivientes y regias, las colosales torres albinas nacían de los océanos y se alzaban como un titan paciente y terrible que evitaba que las aguas engulleran el interior de la civilización. La protegían con un escudo de fuerza invisible, firmes contra el tiempo, escudados contra el viento y la marea, contra lo imposible, contra la grandeza del mundo y el terrible poder de los océanos. Era una ciudad imposible, pero era mucho más.

Era el símbolo la civilización contra la naturaleza. El recuerdo de nuestra civilización antigua conviviendo con Gaia.


La ciudad pálida y marítima estaba investida con la gran capa de los océanos, coronada por el cielo y blandiendo su cetro la Gran Torre de Marfil que vigilaba en el centro de todo. La aguja de la torre casi acariciaba el cielo cual Torre de Babel, y su punta fraccionaba en mil pedazos la luz de los astros con un sistema complejo de cristales-espejo. Las gotas de luz rompían en el cielo cristalinas y caían suavemente sobre la ciudad. Dentro de sus murallas crecía la vida, verde, equilibrada, armoniosa, bella y luminosa; mientras que tenía que convivir con el control de la tecnología, los vehículos elegantes, las luces artificiales, y los cambios de la ciudad. Al igual que la naturaleza, los edificios cóncavos y cilíndricos de la ciudad blanca crecían, se ensanchaban, ascendían o se ocultaban bajo tierra mediante los engranajes y bisagras enormes que hacían funcionar la ciudad como un gigante reloj conforme lo iban necesitando sus huéspedes. Un reloj que marcaba el tic y el tac de nuestra civilización, pero desconocíamos que nuestra arrogancia marcaba en su reloj el próximo fin. Habíamos conseguido la fusión entre máquina y naturaleza. Y por nuestra culpa, algunos de nosotros quisieron más y más. Sin quererlo, alimentamos la avaricia de algunos de los nuestros.

Quisieron a Gaia dominada por el Deux Machina, el dios máquina.

Qué arrogantes fuimos...


Nuestro equilibrio estaba a punto de romperse. No era un lugar excesivamente contaminado, la tecnología seguía un sistema complejo basado en la sencillez, pero había algunos que querían más. Sistemas y protocolos de seguridad ante las devoradoras olas permitían existir a la antigua civilización donde Dios no podía permitir la vida. Pero toda esa seguridad y fortificación contra la cólera de Gaia no le impedía ser una de las civilizaciones más bellas del mundo. Solo desde el cielo se podía ver el perfecto equilibrio de la ciudad, construida por círculos armoniosos que se comunicaban por una perfecta red de redes de plastiacero cabalgando por encima de las rugientes olas. Las ventanas de nuestras casas eran una arquitectura altamente avanzada en tecnología y claramente superior a la humana a años luz. Los ciudadanos se comunicaban por hologramas en tiempo real y muchos de nosotros nos transportábamos por hovercrafts diseñados como los barcos de vela que copiaron las civilizaciones clásicas de la humanidad.

Poseíamos una tecnología superior a la que ha tenido tiempo de poseer los humanos. Y mientras nosotros clavávamos nuestros estandartes por el mundo, los humanos estaban a punto de descubrir el fuego.

Nosotros somos los Syrneth. Y estuvimos mucho antes que vosotros.



Y aunque éramos superiores, fue nuestra codicia la que nos hizo caer ante los ojos de Dios. Una bestia que vive en todos los corazones, incluso en una raza tan superior como la nuestra. Os llevábamos años luz en cuanto a conocimientos, pero nuestros corazones no se diferenciaban mucho de los humanos. Y ahora, estáis a punto de permitir que el mismo error se reproduzca: dejar que las cadenas del honor, la virtud y la bondad liberen las múltiples cabezas de la arrogancia, la crueldad y el dolor.

Estamos en la Atlántida, cuna de la civilización de la mística civilización Syrneth. Y éste era mi hogar. El que decidí hundir para proteger al mundo de nosotros mismos.

Esta es la historia de lo que nos ocurrió hace miles de años. Y vosotros estáis a punto volver a permitir nuestra tragedia


Os avisé...

A la Bestia encerramos para protegeros.

...y estáis a punto de no entender de que algunos de los vuestros están siguiendo nuestros errores. Vuestro fin se acerca. Vosotros elegís. Salvación y muerte.

Vosotros aún podéis evitarlo. La humanidad debe decidir qué es lo que mueve  vuestro mundo.

No debéis perderlo todo solo porque algunos querían un poco más.

Nosotros solo deseamos un poco más, solo un poco más...hasta que el mundo se nos quedó pequeño y deseamos la creación.  Y cuando yo, decidí que debíamos parar, nadie me quiso escuchar. La avaricia había germinado en nuestros corazones. Era demasiado tarde. Ya no hubo vuelta atrás.

Debíamos morir...

Atlas

jueves, 15 de noviembre de 2012

Honor desfigurado


Las botas del joven soldado se lamentaban en el exterior de la mansión Dubois. Louis notó que su pulso se aceleraba mientras miraba una y otra vez el camino que venía desde las afueras de Paix. En cualquier momento aparecería un carruaje...con el cadáver de su padre. ¿Cómo era posible? Su padre era uno de los mejores mariscales del Rey Sol, ¿acaso los castellanos le emboscaron junto con sus guardaespaldas? Seguramente, pensó Louis, incluso le disparó algún guerrillero castellano antes de la batalla de San Teodoro, o un asesino. Desde luego, su padre, el mariscal Charles Dupont, era demasiado experto como para ponerse en peligro tontamente. Su mente privilegiada para la estrategia estaba por encima de los riesgos tontos de los guerreros. ¿Entonces...como había muerto su amado padre?
Además, no tenía sentido. Todas sus victorias por Castilla habían sido obras estratégicas dignas del gran general Montegue. Las ciudades acababan rindiéndose después de ofrecer una leve resistencia, incluso hasta el gobernante de Santiago lo iba a hacer. Su padre era un negociador nato...hasta que esos estúpidos guerrilleros asaltaron las calles e incendiaron la ciudad que a su padre tanto le había costado mantener intacta. A pesar de que el Rey Sol ponía en un apuro a su padre y le forzaba a la conquista de toda la península oeste de Castilla antes del invierno, su padre traía conquistas y conquistas y venía a contarlas. Y por supuesto, él mismo escuchaba las campañas de su padre en Castilla de principio a fin.
Al fin apareció el carruaje negro donde debía estar su padre. Miró a su lado. Su hermana Jeannette estaba estática y pálida como una estatua de mármol. ¿Acaso no sufría por la innoble muerte que les había dado esos campesinos castellanos a su amado padre? Ah...ojala le hubieran dejado ir a él también a Castilla con su padre cuando tomó Santiago sin apenas derramamiento de sangre. Pero tenía que quedarse en Charouse si quería llegar a ser como su padre; no podía permitirse dejar de ir a la Academia Militar más prestigiosa de la nación solo por una excursión. A su otro lado estaba su madre, la excéntrica duquesa Mariam Dubois. Iba con uno de esos vestidos horribles que tanto les gustaba a algunas viejas chochas de la corte del Rey. Ella tenía el rostro arrugado por la vejez y mostraba el semblante aburrido. Ni siquiera se había vestido de luto.

-¿Tan poco respeto le tenéis al padre de vuestros hijos, que ni si quiera se os ha pasado por la cabeza vestir como una persona decente, madre? ¿Ese es el respeto que le tienes a tu difunto marido?- su madre ni siquiera se giró, parecía hastiada de todo. Ante la falta de respuesta de su madre Louis le alzó la voz, pero evitando que los criados, centenares de militares y docenas de cortesanos que habían acudido para el funeral del famoso mariscal Charles Dupont escucharan sus ataques a su madre- ¡¿Es que acaso os dais cuenta de que sois viuda, madre?! Muestras un semblante como si el que hubiera muerto fuera cualquiera, sin daros cuenta de que no solo habéis perdido a vuestro esposo, sino que la nación ha perdido a un excelentísimo y noble general.

Hubo un incómodo silencio antes de que hubiera una reacción. Ella respondió muy tranquilamente, mirando fijamente cómo iba llegando el carruaje desde Paix.

-No te equivoques, hijo mío. Es cierto que tu padre era un gran general, un excelente estratega y un conquistador nato- dicho esto miró a su hijo con semblante ausente-, pero te aseguro de que no había nada de honor en él.

-¡Madre! ¿Cómo os atrevéis?- farfulló su hijo mientras levantaba la mano con furia instintiva hacia la duquesa, pero ella le aguantó la mirada fríamente.

-De hecho, no os diferenciáis en nada a él- sentenció la madura duquesa con voz quebrada esperando recibir el golpe.

Louis recogió su brazo sin querer. Era Jeannette, quién con expresión asustada tomaba su brazo y lo dejaba abajo.

-¡Louis, por favor!- rogó su hermana con gran sufrimiento, pero Louis sospechó que era más por el enfrentamiento con su madre que por la muerte de su padre.

El carruaje llegó a la entrada de la Mansión Dubois. Los militares hicieron una salva de mosquetes y un camino de sables de caballería hasta que paró delante del porche de la mansión. Louis Dupont se deshizo de la presa de su hermana y bajó por las escaleras de la mansión, llegando al féretro donde debía estar el cuerpo de su padre.

Un sargento vestido con un peto con el sol de la nación estampado en el pecho se adelantó a Louis con el rostro desencajado.

-Caballero, no creo que debáis...

-¡Apartad! ¡Es mi padre, y voto a bríos que quiero verlo por última vez!- gritó con violencia.

Con toda la impaciencia apartó a los soldados y a los criados y en un silencio sepulcral y expectante, abrió el ataúd.

-¡Por todos los diablos!

Hubo un tumulto general de sorpresa entre todos los presentes. El cadáver del mariscal no solo estaba irreconocible, probablemente por un cañonazo, sino que además le habían propinado docenas de cuchilladas en el pecho.

-¡¿Qué clases de salvajes le han hecho esto a mi padre?! ¡Esto es una salvajada incluso para la guerra! ¡Malditos castellanos, salvajes, bestias de campo, eso son! No merecen otro nombre...

Dicho esto cayó llorando sobre el ataúd y comenzó a llover en sobre Louis Dupont.

El velatorio siguió su curso y los cortesanos y militares comenzaron con sus corrillos y sus habladurías después de mostrar sus respetos al difunto militar. Louis no se apartó del cuerpo de su padre. No podía dejar de escuchar los comentarios de su alrededor. Todos hablaban de que el dirigente de la Academia Militar en la que Louis estudiaba, Philippe Leveqe, sería el candidato idóneo para sustituir a Charles Dupont. Ni siquiera había empezado a descomponerse el cuerpo de su padre y ya hablaban del nuevo mariscal: Philippe Leveque. Louis lo conocía, le había dado clases de logística y maniobras de campaña en la Academia Militar de Charouse. Ahora sería messieur Leveque el nuevo Mariscal... y ni siquiera había venido a presentar sus respetos al cuerpo de su padre.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Ojo por Ojo...

La villa sureña de Santa Elena bombeaba tumultos. La confirmación de los rumores de la aparición del Cuarto Profeta sobre la tierra había hecho que el fin del mundo fuera promulgado por todos los rincones de Théah. Castilla y sus pequeños y humildes pueblos no iban a ser diferentes. Con el mensaje de igualdad y salvación, los pobres de todas las naciones se habían sublevado por devoción o por hambre, destrozando todo lo que la pecaminosa civilización occidental había construido. Muchos odiaban a los nobles, otros creían devotamente en Dios y creen en el Cuarto Profeta, otros querían salvar sus almas para el futuro reino de los cielos y otros muchos solo buscaban la excusa perfecta para desatar el caos y comenzar el saqueo. El Cuarto Profeta, falso o no, había dado luz verde a una actitud de salvación...a través del caos.

Dentro de la ciudad, el Pater Morales seguía proclamando mensajes apocalípticos tal y como los había escuchado del verdadero Profeta allá en Eisen...no quería asustar a la gente, pero quería salvar a todos los que pudieran del inminente apocalipsis, y Dios sabe que el miedo es una poderosa arma; quizás la única. Frente a la puerta de la empalizada, se encontraba un cuerpo tirado bruscamente en el suelo. Lo custodiaban mercenarios, valentones y soldados a sueldo. Una mujer rubia, de mirada alta y fría, ataviada con un largo vestido orlado por un hermoso plumaje negro que estilizaba su figura, se movía elegantemente entre los campesinos que huían y los que querían saquear. Aquél pueblo era un caos, pero todo fuera por llevar a aquellos paisanos a su Nuevo Orden Mundial. Siguió andando con indiferencia entre los muertos de la Villa y ni siquiera puso una expresión de tristeza ¿Acaso alguna vez en la historia hubo una revolución sin sangre? Aquél era un precio que los hombres debían pagar si querían un único gobierno, un único orden, un único mandato...de aquellos preparados para levantar Théah.

Llegó hasta el círculo de matones, que entendieron desde el minuto uno que ella era una de esa gente anónima que les pagaban tan bien.

-Señorita...- dice uno de los sucios matones tendiéndole la mano, pero la dama ni se digna a mirarlo. En vez de eso, sigue caminando como si todos aquellos disturbios provocados por el Pater Morales no le molestaran.

-Dejadme ver el cuerpo.

-Sí...señora.

Los secuaces se apartan y dejan ver un cuerpo oscuro tumbado en el suelo con la vista al cielo. Sus brazos están transformadas en dos grandes alas negras. Ella sonrió, desde luego, aquél era Corvus, su antiguo maestro hechicero cambiaformas.

-Vaya, vaya, vaya...Hola, mi querido maestro.

Ella se arrodilló junto al cuerpo. Corvus pertenecía al Novus Ordum Mundi, y su cargo era OJO, el encargado de verlo todo. ¿Seguía vivo? No, Marina Oliván se las había apañado para matarlo, como ella esperaba después de varios meses observándola; aunque por toda la sangre que había por allí, la guerrillera castellana debía estar muy herida. La expresión de Corvus era tranquila con las grandes alas negras que hacían las veces de brazos cruzados sobre el pecho, con un disparo mortal que quizás le había propinado la heroína. Ella sonrió.


- Qué sorpresa que estés muerto, ¿no, querido maestro?- comenzó ella a explicar al cuerpo muerto con voz socarrona- Resulta que al final Marina Oliván ha resultado ser más que un problema para ti. Quizás no debí haberte dicho que la chica estaba indefensa, que no estaba acompañada de otros con talento, que no tenía ni idea de empuñar un arma, que no tenía coraje alguno...no debí aconsejarte que podrías acabar fácilmente con ella y ganarte el reconocimiento del Concilio de los Trece- rió con crueldad- ¡Al final resulta que me equivoqué y te han matado por mi pequeño error! Espero que no me lo tengas en cuenta, Corvus. Después de todo, no es nada personal, ¿no? Eso fue lo que me dijiste cuando aniquilaste a toda mi familia para comprometerme con el Nuevo Orden Mundial...

Ella le prendió fuego al cuerpo, no debían dejar ninguna pista sobre la existencia del Novus Ordum Mundi...ya se estaban arriesgando su anonimato con esta operación final.

- Ya sabes lo que dicen, maestro: cría cuervos y te sacarán los ojos.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El Azote de Théah

La noche había caído y el frío estaba empezando a calar los huesos de las gentes de la pequeña aldea a las afueras de Breslau. Pescadores, leñadores y cazadores fueron a dormir para descansar los entumecidos músculos; y por ello estaban terminando de montar las fuertes contraventanas que impedían que la luz entrara de noche y pudieran dormir. Y esto es porque, en Breslau, la oscuridad de la noche apenas existe, y eso siempre había fascinado a la pequeña y aventurera Ivanova. Corriendo descalza por la nieve, miraba de un lado para otro en las solitarias callejuelas para que nadie descubriera sus solitarias correrías nocturnas; pero ahora era diferente, las noches eran seguras desde que una extranjera castellana, del cálido sur, había cazado la Bestia que les había robado el sueño durante años.

Con los pies un poco doloridos por la nieve, llegó corriendo una vez más a su cita de medianoche. Escaló el taller abandonado y subió a su maltrecho techo de madera y se apoyó contra la chimenea de piedra, respirando el aire puro de olor a pino del cercano bosque. Pero a ella lo que le fascinaba era la mágica vista que se veía desde allí. Sobre la blanca nieve del este de Ussura se alzaba un enorme muro de fuego en un horizonte no muy lejano. Coronada con una fantástica aurora boreal, el muro de fuego ardía mágicamente como una pared de lenguas de fuego que nadaban hacia el cielo con un brillo misterioso. La pequeña Ivanova recordaba cada noche la historia sobre el Muro de Fuego. Pensó en ese extraño país que debía encontrarse al otro lado: Catay. Pensó en si quizás al otro lado de la muralla había niños como ella que se escapaban por la noche de casa y miraban el enorme fuego, soñando en atravesarlo y descubrir los maravillosos tesoros que encerraban aquellas tierras inexploradas. Algún día conseguiría viajar a las tierras de Catay y conocería a sus niños para compartir los sueños que les habían contado a las llamas del Muro como un ser poderoso que podía recoger sus deseos. Como todas las noches, esperó las lágrimas del cielo cayeran en forma de estrellas fugaces, para desear que algún día ella, Ivanova Vólkov, sería la mayor exploradora ussura de todos los tiempos y que ningún muro de fuego la detendría.

Entonces se escuchó un enorme estruendo del este, pero no temió nada. Nada podía asustarla esa noche. El licántropo que tantos años la había asustado no podría volver para devorarla aquella noche. Se lo debía a Marina Oliván, la extraña que llegó del sur hacía ya dos semanas. Atrapó la Bestia de la nieve y la dejó en manos de la Abuela Invierno para que ella, en su sana sabiduría, juzgara si aquél sanguinario misionero merecía morir helado en su manto blanco o que sobreviviera un día más. Recordó el miedo que pasó hasta entonces por las noches, pensando que en cualquier momento una bestia de pelaje oscuro como una noche sin estrellas la devoraba mientras dormía. Pero todo lo malo se desvanecía cuando recordaba a la heroína castellana de pelo azabache, Marina, y de todas las cicatrices que observó en su cuerpo cuando la bañaron en la sauna de su casa. Su cuerpo parecía tan maltratado por las miles de aventuras que Ivanova imaginaba que había vivido... ¿era eso lo que les esperaba a los aventureros y a los héroes? No, eso no la echaría para atrás, ella quería ser como Marina, la única extranjera que se había ganado el respeto de los ussuros de Breslau. Y ella sabía perfectamente que eso era toda una hazaña para un extranjero.
Algo la sacó de sus ensoñamientos. Otra explosión fue traída por el viento desde el este. El Muro de Fuego titilaba. Volvió a la realidad, que no por ello era menos fantasiosa. Algún día saldría de Ussura, algún día vería lo que había tras ese muro...

Entonces deseó que el Muro de Fuego se abriera para ver sus maravillas...y las llamas la escucharon y el Muro de Fuego se abrió.

Y entonces, solo entonces, Ivanova comprendió la frase que su abuela le decía muchas veces cuando paseaban por los bosques nevados de Breslau.

"Ten cuidado con lo que deseas"


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El ruido de los caballos era considerable y cualquiera podría haberlo escuchado, pero era amortiguado por el clamor de las llamas de la Muralla. Los caballos relinchaban y se encabritaban cada vez que uno de sus enormes jinetes se acercaba demasiado a la pared flamígera. Los hombres olían casi peor que las bestias que montaban. La mayoría de los guerreros se habían quitado las pieles para atravesar el Muro de Fuego.

Una enorme fila de jinetes bárbaros salía encabezados del fuego por una figura de anchos hombros revestido de pieles y un peto nada bruñido. La cabeza totalmente rasurada mostraban las cicatrices de muchos golpes mortales, a los que había sobrevivido uno a uno; la mirada se mantenía helada a pesar del reflejo de las vivas llamas en sus ojos, las mismas llamas que pensaba traer a Théah. Los pómulos eran afilados como las cimitarras de sus hombres y sus barbas rubias anudadas como la decisión de sus guerreros. Montaba una bestia a la que los occidentales llamaban "caballos", pero en Catay los caballos eran algo más que monturas, eran increíbles armas de guerra y bestias imparables; y por ello, todo su ejército iba montado en bestias de guerra. Cuando contempló lo que había tras el Muro de Fuego extendió los brazos y tomó todo el aire que pudo y lo expulsó de forma pausada...olía a tierra conquistable, olía a países arrasables, reinos podridos y gobernantes que se creían semidioses.

Zerhkan, el caudillo del gran ejército de las arenas, alzó la cimitarra y emitió un rugido impropio de un hombre civilizado. Los cientos de miles de guerreros que salían del muro para entrar en Ussura respondieron como el rugido de una enorme bestia a la que el mundo civilizado creía muerta.

-¡Guerreros de las arenas de fuego, respirad este aire puro del que nos despojaron los occidentales! ¡Tierras que hace mucho nuestro Rey conquistó en justa lid contra el Imperio de Numa! ¡Tierras de las que nos expulsaron con deshonrosa hechicería hace ya unos interminables 13 siglos! ¡Quién de vosotros, hermanos míos, me acompañará para regar de sangre sus hogares, derrotar a sus débiles hombres y obligarles a ver como violamos a sus mujeres!

El rugido retumbó junto a la Muralla abierta, el fulgor del fuego mágico hacía que el Caudillo Zerhkan parecería envuelto en unas llamas que nada podían hacerle. Todos los aldeanos de Breslau escucharon el rugido de guerra, pero mejor aún los escucharon los estupefactos leñadores ussuros que se encontraban a escasos metros. Sven Vólkov, padre de Ivanova y conocido leñador de su aldea; y Vasiliev, aprendiz del oficio, observaban atónitos la bárbara escena que contemplaban desde los pinares.

Un solitario aplauso se escuchó tras el feroz grito de los guerreros. El caudillo se giró no sin antes de dar órdenes a los hombres de atravesar la efímera entrada de la muralla. El señor que aplaudía no era más ni nada menos que un caballero vestido con un abrigo desmesuradamente elegante con una enorme peluca blanca occidental, que probablemente marcara alguna relevancia social en la estúpida sociedad occidental; miraba con total superioridad al caudillo tras unas lentes redondas y bien limpias; pero aún así se veía claramente que era un hombre mayor, aunque bien lúcido. Zerhkan pensó que debía matarlo allí mismo solo por haberle mirado por encima del hombro, pero decidió que, de momento, era el único que había podido abrir una entrada en el Muro de Fuego.

Le permitiría vivir. Zerhkan apremió a su montura para hablar con el desconocido que les había abierto la Muralla de forma desinteresada. Al menos aparentemente, el caudillo era un guerrero bruto, pero no era estúpido.

-Tú nos has abierto Muralla de Fuego para mis guerreros. Mis hombres te lo agradecen...

"Te permitiré vivir de momento" concluyó el caudillo la frase interiormente.

El hombre, maduro, habló con un marcado acento castellano alzando una pequeña piedra donde el fuego brillaba con un pequeño chasquido de sus dedos.

- Me alegro de que les haya sido de ayuda, amigo mío. -dijo el caballero maduro.

Cuando escuchó la palabra amigo, Zerhkan reprimió una mueca de asco. Los occidentales, o solo este, usaban muy a la ligera el término "amigo".

-Os preguntaréis cómo os permito que vuestro ejército de bándalos permita entrar en Théah cuando es evidente que pertenezco esa civilización- se adelantó el occidental con cierta prisa-. No debéis interesaros por los intereses de los 13 ni de nuestros objetivos si no queréis que cierre el Muro ahora mismo.

-¿Todos los occidentales son tan reservados y desconfiados como tú? ¿Qué deseáis ganar entonces con todo esto? Si algo sé de esta vida, es que nadie da algo sin querer recibir nada.

-No. Solo nos interesa lo mismo que a vos: destruir la sociedad occidental, decadente, pecaminosa y arrogante. Es hora de que los cimientos de los falsos poderosos caiga y que las leyes que los amparan se transformen en anarquía. Traed la ley universal del más fuerte.

-Eso lleva esperando mi pueblo durante 13 largos siglos exiliados en las arenas, obligados a matarnos entre nosotros por el agua y los alimentos...por fin, podremos vengarnos.

El caballero sonrió ante la cifra de siglos que decía el caudillo que habían pasado desde que el César del Imperio de Numa los echó de Théah.

-No os será fácil. Os encontraréis disciplinadas líneas de mosqueteros, formaciones militares avanzadas, hombres que han aprendido la magia de la pólvora negra, artilleros profesionales, bayonetas que interrumpirán la carga de vuestros caballos y soldados que aman a su patria más que a su vida.

El caudillo escupió con desdén y dio dos pasos al frente, quedándose 3 cm frente al hombre mayor. A pesar de que sabía que aquél hombre había abierto el Muro de Fuego y que por ello debía ser uno de los más poderosos de la tierra, Zerhkan no se acobardó. Por el contrario, su interlocutor dio un paso atrás, asustado.

-¿Disciplinadas líneas de mosqueteros? Ellos se encontrarán con una ola de salvajes que no temen a la muerte ¿Formaciones militares avanzadas? Nosotros competimos para ver quién es el primero que le arranca la cabeza al general enemigo ¿Que los occidentales contáis con armas que escupen fuego? Su fe en las ciencia es su debilidad, y cuando la tecnología los abandone nosotros estaremos allí para matarlos ¿Artilleros profesionales? Nosotros somos más que eso, hemos nacido para matar. ¿Bayonetas? Hojitas de 5 o 6 cm muy finitas que no atravesarán la carga de cien bestias enloquecidas por saborear la sangre de los theanos ¿Me decís que los soldados occidentales aman a su patria más que a su vida? Los míos odian su tierra y preferirán morir eternamente antes que volver a las arenas mortíferas y hambrientas de almas humanas de Catay. ¿De verdad creéis que estamos en desventaja? -dejó una pausa y avanzó, con lo que el caballero dio otro paso atrás, manteniendo la mirada al caudillo pero asustado- Yo creo que no. Théah contará con hombres elegantes y armas avanzadas...pero lo que yo tengo aquí ¡SON GUERREROS!

El ejército bárbaro alzó las cimitarras y enloquecieron. El caballero castellano, lejos de asustarse, sonrió pensando que eso era lo que quería.

-Así sea, entonces.

El caballero sureño guardó la piedra llena de sangre, y los fuegos dejaron de obedecerle, cerrando el Muro de Fuego una vez la enorme ola de bárbaros se concentró en Ussura.

-¿Quién demonios eres tú?- preguntó el caudillo desconfiando de la hechicería que les había encerrado allí hace mucho.

-Soy el invento de los hombres: la guerra, ciencia militar, el pensamiento militar, la filosofía guerrera, el arte de morir, los inventos que traen solo la muerte, las llamas en la sangre de los guerreros...todo aquello creado por el hombre para quemar al hombre, podéis llamarme Fuego.

-Fuego...-murmuró en voz alta el caudillo. Los occidentales seguían igual de corruptos con la sangre hechicera, no habían cambiado nada desde los tiempos del César que los expulsó a las arenas ardientes de Catay.

Una mujer atlética envuelta en pieles y pintada con tatuajes de guerra se acercó a Zerhkan una vez el extraño se fue.

-¿Por qué le permitís vivir?- preguntó con una sonrisa socarrona

-No le permito vivir, Ainia, a pesar de haber abierto el Muro sigue siendo uno de ellos.

-¿Entonces?- preguntó ella arqueando exageradamente una ceja y sonriendo, sabiendo que tenía algo peor en mente.

-Simplemente...morirá el último. Por los servicios prestados.

-Sí...-respondió Ainia complacida-. Los trece morirán también.

Habían pasado una docena de siglos y los occidentales habían avanzado bastante, pero seguían igual de corruptos. Los occidentales debían morir y dejar que las leyes guerreras, las del más fuerte, gobernaran Théah. Después de todo, era la única ley justa que existía en este mundo.

Sería todo un honor expandir el fuego de Catay por toda Théah.

-¡Mi señor!

Un grito vino de los bosques y un guerrero lleno de pendientes arrastró dos hombres.

-¡Espías, mi caudillo! Estaban en los bosques mirando.

Zerhkan puso una mano sobre sus barbas y otra en la espalda, empuñando la cimitarra.

-¿Qué deberíamos hacer con ellos?- dijo tomando de los cabellos a Sven Koslov y poniendo su garganta en una posición vulnerable.

-Iban armados, mi caudillo- agregó el guardia arrojando dos hachas.

-Leñadores- concluyó Zerhkan-. Bien, ussuros, dejad vuestro trabajo. Ya no importa nada de lo que hagáis...id a vuestros hogares y proclamad que Zherkan el Azote de Théah está aquí. Que todos vuestros guerreros se preparen porque pensamos darle lo mejor que tenemos, espero que esteis a la altura. Avisad a vuestros reyes y generales que su fin se acerca...es la hora cien años de anarquía, la vuelta a una edad oscura de la que nosotros no hemos salido nunca.

Sven y Vasiliev respiraron trabajosamente. El aprendiz de leñador, Vasiliev, se orinó encima al notar las amenazas sibilantes del gran caudillo. Los guerreros entraron en carcajadas al ver la debilidad del muchacho ussuro.

-Creo que no entienden nada de lo que estoy diciendo. Bien, os daré un mensaje que vuestros reyes sí entenderán.

Y acto seguido le rebanó la cabeza a Vasiliev. Un chorro de sangre regó a Sven que apretaba la mandíbula de rabia.

-¡Matsuhka no te permitirá tomar nuestra tierra! ¡La abuela invierno te ahogará en su manto blanco! ¡Esto es Ussura y solo las que respetan su tierra son dignos de pisarla!

-¡Ja! ¿Vengo de una tierra donde las arenas arden y se tragan a los incautos. La nieve no deja de ser para mi nada más que arena fría. ¿Crees de verdad que tu maldito dios es capaz de impedir que llegue al corazón de Théah? Mi destino es saquear Numa.

-¿Vodacce? No tenemos nada que ver con ellos...Ussura casi no tiene nada que ver con Théah. Ninguna nación quiere saber casi nada de la otra. No somos una tierra unida...

-Pues tendréis que serlo. Porque si no...pereceréis- vaticinó entregando la cabeza aún bombeante de sangre de Vasiliev-. ¡Avisad a vuestros reyes, el fin de tu decadente cultura se acerca!

Sven, aferrando la cabeza de su amigo, salió corriendo a avisar a su mujer y su hija Ivanova y a salir de allí cuanto antes.


Zerhkan dejó que el mensajero se marchara. Alzó la cimitarra y señaló el camino de conquista.

-¡SOY EL AZOTE DE THÉAH Y NOS DIRIGIMOS A NUMA! ¡PREPARAOS PARA EL SAQUEO!

Los hombres cabalgaron por las nieves como una plaga que presagiaba el fin de todo el mundo conocido. El Azote había llegado a las casas de Théah.

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En el frente Montaigne-Ussura hacía un frío que no era normal. Félix Marangio, sargento del destacamento de Bascone se calentaba con un poco de vodka robado en los territorios conquistado y arrancando las innumerables flechas en los afortunados cadáveres que habían muerto por las flechas de los cosacos ussuros y no por el frío de la tierra.

-¿Por qué mierda querría el Rey Sol tomar este maldito cubito de hielo?- decía su superior, un mosquetero real. Ya no llevaba el tabardo, hacía tiempo que había dejado de gustar portar el emblema del sol en su pecho...quizás porque la fe en su Rey ya no le aportaba el calor de antaño.

Félix se atusó el bigote y comenzó a coger nieve para derretirla, por lo menos el agua no escaseaba allí. No tuvo problema, los cosacos se habían marchado, pero probablemente volverían cuando los montaigneres se hubieran muerto de frío. Cuando volvió a entrar en la trinchera respondió con una reflexión que tenía en la cabeza.

-Probablemente el Rey Sol mande aquí a todas las personas que le hayan fallado o simplemente quiere matar. ¿Qué mejor manera que enviándonos en este lugar dejado de la mano de Dios?- echó un sorbo de agua, pero lo dejó en seguida, el frío de allí le había destrozado la garganta y no podía dar ni un solo trago.

-¡Capitán, el enemigo se acerca a la trinchera!- dijo un soldado del contigente.

-No es posible- respondió Félix y se asomó para mirar por el catalejo mientras los hombres repartían armas y mosquetes, que seguramente no funcionarían por la humedad de la nieve-. No...no son soldados.

-¡Disparen!- ordenó el capitán.

-¡No son soldados! ¡Son civiles!- gritó Félix.

-¡Son miles! ¡Es imposible!

-Son refugiados...-concluyó el sargento

-¡Son guerrilleros! ¿Es que no lo veis? ¡Es imposible que sean refugiados, sargento!

Félix volvió a mirar: mujeres cargando niñas, bestias de carga que caían ante el frío, gente que moría del cansancio y niños que acababan con los pies desollados por la huída. Eran muchísimos y podían ser una amenaza, pero...¿de qué huían?

-¡DISPAREN!- gritó el capitán, asustado por la multitud que se avecinaba a la mal defendida trinchera.

Los soldados no hicieron caso. No sabían que pensar.

-¡Solo son guerrilleros desesperados, disparad soldados!- el mismo capitán se asomó y apuntó a Félix

-¡Es una orden, sargento!

-¡NO!- gritó Félix plantando cara al cañón.

-¿Osas desafiar mi autoridad?- gritó desesperado el capitán quitando el seguro del cañón. Félix ni siquiera pestañeó.

Los soldados cogieron al capitán y lo apuñalaron, mientras que fallaba el disparo que iba a hacia Félix. El sargento agradeció la ayuda de sus hombres aun a sabiendas de que traicionaban a su país. El capitán había muerto, pero los ussuros seguían corriendo hacia ellos por algo.

Los hombres ussuros entraron en la trinchera y siguieron su camino. Los espadachines montaigneres estaban atónitos ante la situación.

Félix salió de la trinchera y empezó a ayudar a esas gentes, sin tener ni idea de lo que pasaba. Recogió a una chiquilla que se había desmayado en la nieve. La recogió y alzó la vista hacia el horizonte...Ussura ardía entera.

-Por el amor de dios...-murmuró mientras ponía la chiquilla a salvo-¡Soldados de Montaigne, ayudad a estas gentes! ¡Son civiles!

Los soldados comenzaron a transportar a la gente que no podía ni con su alma. Un hombre enorme gritaba un nombre en medio de la multitud y una mujer lloraba a su lado desesperada.

-¡Ivanova! ¡Ivanova! ¡Ivanova!

Félix se dirigió ante el enorme ussuro en mitad de aquella locura y le mostró el rostro de la niña desfallecida.

-¡Mi niña!- gritó el ussuro tomando a la criatura y la madre cayó de rodillas ante el alivio.

-¿Qué demonios está pasando?- aprovechó Félix para preguntar

-¡El Muro de Fuego ha caído! ¡Es el fin! ¡Bárbaros, miles, vienen hacia aquí! Ni siquiera toman prisioneros...

-¡Marchaos!- gritó Félix-. ¡Mosqueteros de Montaigne, alzad las cabezas! ¡Un enemigo peor que los cosacos ussuros y que el invierno del este viene hacia aquí! Démosle cobertura a estas buenas gentes, ¡somos soldados de la magnífica Montaigne! Cargad mosquetes y morteros...¡resistiremos lo que podamos! ¡Mandad un mensajero!

-¿Con qué mensaje, mi señor?

-...decid...que el Cuarto Profeta tenía razón.

Dicho esto mandó un mensajero al general Montegue del frente este. Él sabría que hacer.

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- ¡Ivanova! ¡Ivanova! Despierta...

La niña abrió los ojos.

-Papá...

-Sí, mi niña. Saldremos de aquí.

-...

-Ten fe mi niña. ¿Recuerdas cuando se te cayeron esos dientes tan molestos y los lanzamos hacia el cielo para que el Abuelo Invierno te diera dientes de hierro? Pues la Abuela Invierno te los va a dar...porque eres una niña fuerte.

Sin embargo le temblaba la voz. Sven había visto cosas horribles y no creía en que pudiera salvarse nada.

-No llores, papá...los héroes salvarán nuestro hogar.

-¿Qué héroes mi niña? En estos tiempos esas cosas ya no existen...

-¡Claro que sí, papá!

-¿Conoces a uno, mi pequeña?

-¡A una! Se llama Marina Oliván...y como una vez hace un tiempo, ella nos ayudará.

Lo decía tan convencida que hasta su padre la creyó. Y ella lo decía concerteza. Ivanova creía que teniendo a la intrépida Marina Oliván como amiga, no podía pasarle nada malo...

Ivanova no perdería la esperanza, ni siquiera ante el mismísimo azote de Théah. No mientras Marina Oliván siguiera en pie.

Cadenas por corona

Los grilletes se cerraron sobre las muñecas de Leandro Vázquez de Gallegos. El Alguacil cerró las esposas duramente y apretando con malicia,...