viernes, 25 de noviembre de 2016

La hora del dolor (II)

No hay nada como volver a casa. Hogar, ese lugar sobre el que todos los poetas han escrito alguna vez.

Huele a romero y a rocío. La villa está de noche. Las tiernas luces de su interior brillan y me atraen como una polilla. El viaje ha sido incómodo y largo pero satisfactorio.

Bajo del carruaje siendo cada vez más consciente de una cosa. Cada vez tengo más claro que necesito un poco de rutina. De que los días sean iguales y de que todo esté siempre en su sitio.

Paso por la tierra removida y entro en la propiedad. La tierra mojada por el rocío transmite un olor que me hace sentir viva, aunque deseo que sea de día para ver a los jornaleros trabajar y...no sentirme tan sola.

Abro la puerta. No hay nadie para recibirme. Solo una carta en el suelo. Bien lacrada, con el sello del Reino de Castilla. No lo entiendo. Debe ser para Marina. ¡El Rey habrá vuelto y será una ordenanza para levantarle la pena!

Rompo el sello y leo ansiosa.

"La Junta de Regencia, formada por los elegidos del Concilio de Razón del Reino de Castilla y en nombre de Su Majestad el Rey, lamentamos comunicarle que su hija, Marina Oliván de Santa Elena, guerrillera de los ejércitos de las juntas de liberación de Santiago, Gentilhombre de armas del Rey Sandoval y amiga de la Nación, ha fallecido en las aguas del Río Doigt, cerca de Surling, al intentar cruzar la frontera. Su cuerpo se perdió junto con el de muchos otros leales a castilla y el navío que la transportaba. La oficina del Canciller le envía su más sincero pésame y la promesa de exigir las explicaciones pertinentes a los rebeldes de Lyon y al Reino de Montaigne.

Se le levantará una lápida conmemorativa a su hija en el cementerio de la Almudena, congraciándonos en todos los servicios militares que realizó para nuestra nación. 

Lamentamos su pérdida. 

Junta de Regencia. Presidente Marius de Luna. "

No consigo leerlo entero. El dolor me retuerce por dentro pero mi cuerpo no reacciona. La casa a oscura se vuelve más fría de lo que era antes.

¿Qué le han hecho?

¡¿Qué le han hecho?!

¡A la mierda Lyon!

¡Lucius! ¡¿Qué le has hecho hijo de mil putas?!

¿Cómo puede dar una persona tanto amor y solo recibir tanto daño? Si Marina ni siquiera pensaba en qué podía hacer bien por los demás, porque lo sentía natural... ¿Cómo podían estar constantemente pensando en hacerle daño? Si Marina se entristecía agotada cada vez por el sufrimiento de los demás ¿cómo podían reír al saber que la habían matado? Si solo sonreía por las pequeñas felicidades de los demás ¿cómo podían odiarla tanto?

Golpe a golpe vuelvo a esta fría oscuridad. Pero esta vez no es enterrar a un marido con el que has pasado toda una vida, sino una hija con la que me quedaba toda una vida por compartir.

Yo quería volver a mi hogar, pero no a la villa. Sino hacer mi maleta y visitar a mi hija en ese exilio injusto. Ya no tengo que hacer ninguna maleta, sino que me deshago en llanto y en penas. Ahora lo único que me puede acercar a ella es la muerte.

Y sé de sobra que la muerte lleva una máscara. Y esa máscara tarde o temprano me llevará a ella.

Pero con este tormento que llevo dentro se tragará a todos los que pueda al pozo negro de Legión.

Grito, lloro, me autocastigo y me araño buscándote en mi vientre, donde una vez te tuve segura. Tu calor se va, se va...dejando un frío hueco donde corren tempestades heladas. Las bestias del patio están inquietas. Los burros agachan la cabeza y un caballo se encabrita. A lo lejos los perros ladran asustados oliendo el dolor que desangro. Las bestias aúllan sintiendo un terremoto en mi pecho.

Afilo mi espada. Cambio el luto por el traje púrpura y la máscara blanca del Vagabundo. Rabiosa, ciega y helada de miedo parto hacia San Cristóbal. La sangre de mis venas se tornan hielo con un frío que congelará sus estúpidas sonrisas devotas para siempre.


Thomas, mi niña ya por fin vuela hacia tus brazos. Mientras que yo...me apresuro a bajar hacia mis infiernos.

Pero no te preocupes, mi niña, que llevaré este infierno hasta sus corazones.
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Esos imbéciles no paran de hacer ruido y con este dolor de cabeza me van a matar. A ver, en la mesa dos eran tres pintas y en la doce estofado de patatas y en la catorce grog y tres de ron. Voto a Theus. Creo que María dejaba esa hierbabuena por este cajón que me abría los pulmones. A ver.

-¡Señor!- me dice una voz al otro lado de la barra, entre puñetazos, dardos, naipes y dados.

-¡Ya va! ¡Ya va ese estofado!- joder ¿es que no se pueden esperar?

-No, señor. Es para usted. Una carta señor Muelas.

Miro por encima de la barra y veo a Joselito que tiende una carta ya abierta

-¡Joselito! No se te habrá ocurrido abrirla tú. ¡Como la hayas abierto te zurro de una manera que nunca se ha visto en este tugurio! ¡Y te aseguro que aquí he visto soplamocos que ni la imaginación puede alcanzar!

-¡No patrón se lo juro! Una señora me lo dio allí fuera. ¡Ah! ¡Y me dio estas instrucciones!

Cojo la carta abierta y el otro papel que me tiende Joselito. Espero que no sea una de las gracietas del muchacho.

Leo la carta. De pronto deseo estar muy borracho para no sentir nada. Mis ojos surten lágrimas saladas y una espuma agridulce que corroería cualquier alcohol me trepa por la garganta. Vomito toda mi rabia por la boca. Nunca me había percatado hasta ahora lo agobiante que era el jaleo y las peleas del Gato Negro.

-¡Callaos gandules! ¡Silencio! ¡Callaos voto a bríos!

Ni caso. Ni siquiera yo me oigo a mi mismo. Mis gritos de pena y de rabia se camuflan entre todas las peleas entre piratas, corsarios, contrabandistas, matones, matasietes, jaques y matarifes que vienen a mi local. Siento que podría gritar y nadie darse cuenta entre tanta violencia. Lo uso en mi favor, y aprovecho para sumarme a los gritos para descargar mi espíritu.

-¡¡¡Han asesinado a Marina Oliván!!!

De pronto se hace el silencio. ¿Qué demonios...? ¿Se han callado? Solo oigo mi llanto. Los inismoreses han dejado de golpearse y de clavarse los dardos entre ellos. Los lanzadores de cuchillos vodaccios ya no intentan hacer malabares con las jarras. Los castellanos ya no se gritan con los montaignenses. Los vesten ya no rompen las jarras y se bañan en los barriles de cerveza. Nadie intenta cazar al gato y nadie está intentando robar a nadie, ni golpearlo...ni insultarlo.

Por una vez, todo El Gato Negro había sido golpeado.

Y ahora no sabían qué responder.

Solo María sale de la cocina y pregunta

-¿Quiénes?

-Según esta nota. Lucius Varela.

-¡¡La Inquisición!!- dicen y escupen al suelo todos a la vez. Que asco.

Todos se quitan el sombrero.

-¿Qué podemos hacer?- dice uno.

-No podemos hacer nada- dice otro.

-Recordarla- dice mi esposa- Después de todo una vez fue número uno en nuestro ranking de forajidos respetados.

-Hace tanto de eso.

-Recuerdo que robó al Guendarme Fernand Lemoin- escupen todos otra vez...malditos hijos de un camello- un cañón de doce libras tras engañar a las tropas del Mariscal Dupont en la tregua.

-¡Gracias a ese cañón las tropas se fueron de este distrito!

-Destrozaron media catedral de Santiago..., hicieron trincheras con sus bancos, tiraron una de las lámparas e incluso aún sigue oliendo a pólvora la capilla. Pero el Obispo está encantadísimo. ¡No para de contar la historia en misa!

-¡No serán tantas cosas buenas!-dice uno de mal carajo.

-¡¿Pero qué dices desgraciado?!- escupen otros al otro lado santiguándose.

-Eso digo. ¡Que a mi tío lo dejaron sin trabajo 3 meses porque le dio por volar el polvorín militar del muelle!

-¡Eso fue Barceló!

-¡Pues a mi me dijeron que fue ella!

-¿Y recordáis también cómo plantaba cara a los majarones del Pater Morales en las revueltas de Grano?

-¡Justo antes de la boda del Marqués! ¡Qué verbena más buena! Comimos todos en la calle.

-Sí. En Santiago estaba todo el día del Castillo al Gato Negro y del Gato Negro al Castillo del Marqués.

-Sí, con el flojo de su criado. No sé cómo podía ir con alguien tan cobarde.

-Encima un traidor. Recuerdo que a los Tercios de San Juan los vendió a los montaignenses y viceversa.

-O tenía un gran corazón o era muy tonta.

-Lo que no se le podía negar es que era valiente.

-Mi primo dice que la vio batirse en duelo en los tejados de su casa. Con un prelado Inquisitorial. Venían buscando a nuestro querido Diego Núñez, era fundador de la Registencia.

Todos se santiguan. Incluso los avaloneses. No doy crédito.

-Y también tenía un buen barco. El de velas rojas.

-He hablado con algunos de su tripulación. Dice que tiene muy mal carajo a bordo.

-Mujeres.

-Pues a mi me han dicho que una vez abordaron solo un barco solo para saquear ron.

-¡Voto a Dios que yo quiero una capitana así!- exclaman todos. La cabra tira al monte...

-Decían que luchaba junto al Capitán Barceló- dicen unos.

-Juntos no, eran rivales- replican los otros.

-No, son amigos.

-¡Rivales!

-¡Amigos!

Dos grupos empiezan a ostiarse. Menudos majarones.

Leo por última vez las instrucciones y meto en un sobre la carta que me ha llegado con el lacre roto del Reino de Castilla.

María me mira y me dice que tenemos que hacer algo. Lo único que se me ocurre de momento es colgar el delantal y llorar en su hombro.

Ella se derrumba cuando yo me recupero. Voto a Dios si no estoy seguro de que para María la niña bonita de Santiago es una hija para ella.
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Las calles se empiezan a calmar y junto a ellas mis pulsaciones. ¡Grazie mille a Theus!.  Han sido unos días duros para la ciudad y para mi. Aún no me acostumbro a su ausencia, pero sí que empiezo a reaccionar y a hacer cosas provechosas. Cómo iba a acostumbrarme a esa sensación, es como si a uno lo separasen de su sombra. Su sombra, siempre a sus pies y dispuesto a ocultar todas y cada una de sus oscuridades.

Ya se sabe que no soy una persona muy dada al brío y al envalentonamiento, pero al menos estoy empezando a ayudar como puedo. Lo llevo todo en mi querida bolsa de tela. Qué ganas tengo de revisarlo y poder enviárselo.

Un hombre mayor y cojo me asalta por la calle, vestido con harapos. Me mira con ojos cansados, oscuros como el carbón, Calvo y con una frondosa barba pelirroja. Me asusto igualmente aunque ya sé que la el Pasadizo del Panecillo está plagado de mendigos que van a la Iglesia a abusar de la buena caridad del obispo. Me mira y me pregunta si por algún azar puedo esconderlo en mi casa. ¡Mi casa! ¡Santa Madonna! Me dice que le están persiguiendo y que es por una injusticia. Muy firmemente le mando a freír espárragos.

Acabáramos...como para meterme en otros problemas.

Llego a casa, por fin. Las escaleras han sido arregladas y doña Asunción me abre. Le doy los buenaos días y una propina para el mantenimiento del portal. La puerta de Sergey no está abierta como habitualmente pero le dejo en el picaporte de su puerta un alpiste nuevo que han traído al mercado, para que mire si le gustan a sus pajaritos. La verdad es que me preocupa que la puerta esté cerrada, pero la excitación que siento es mucho más grande. La llave entra a la primera y la cerradura no me da ningún problema como de costumbre. Todo empieza a equilibrarse y a mejorar. Solo falta que el rey vuelva y ponga todo en su sitio.

Lo único que me fastidia el día es que me da el no poder ver su cara cuando le llegue y lo abra.

Bueno, me conformo con ver su expresión cuando esté de vuelta.

Va a ser pan comido. Lo peor ya ha pasado y no hay marcha atrás. Exilio es lo que dijeron y desde un exilio se puede volver. El rey volverá y dará por concluida toda esta farsa y además no solo eso, sino que le darán...

Una carta justo delante de la puerta.

Me agacho como un desgraciado ¡Debe ser de mi señora!

Um. Vaya. Está abierta y ...tiene el sello del reino de Castilla

Sin soltar la bolsa agarro la carta y la leo como si fuera una broma. La releo, y la vuelvo a releer, y a releer, y a releer...me aseguro de que no estoy en una pesadilla.

Mis dedos se aflojan. Intento hacer un esfuerzo para entrar en casa y dejar la bolsa, pero mis fuerzas se ahogan antes de tiempo. Caigo de espaldas, el pasillo se deforma y se arruga como un papel presionado por todos sus frentes.

Un segundo de oscuridad absoluta. De pronto estoy tirado en el suelo, la frente me palpita y el interior de la bolsa llueve desde el cielo junto con un rocío de astillas.

Un sombrero de ala ancha gris y su cinta azul que iban a lucir sus cabellos por las calles de Charouse. La camisa con cuello de encaje de valona para iban a hacer nuevos y buenos amigos en su exilio. El jubón de motivos azul marino a juego hecho de piel que iban a darle calor en el invierno que se aproximaba. Los guantes de gruesa piel y la capa de embozo para resistir y volver a golpear un día más desde las sombras.

Estoy en el suelo y no puedo respirar. Héctor me llama a gritos, Doña Asunción pide auxilio en el exterior. Dicen que la balaustrada de mi planta ha cedido a mi peso y he caído por el hueco. Pero lo que más me duele no es la caída...sino que no sé si me volveré a levantar. Yo soy la sombra. La sombra de una luz que siempre me ha fortalecido. 

Me asfixio hasta ahogarme.

¿Qué es un criado sin su señor? ¿Qué es un Sancho sin su Quijote? Yo era el complemento perfecto para el vestido que ella llevaba.

Y ya no está. 

Me ahogo hasta casi morir. 

Y me devuelven la vida. Lo hace el hombre de la barba pelirroja, que me mira desde el mundo de los vivos. De pronto puedo volver a respirar. Me mira. Me pregunta si estoy bien, que he caído desde muy alto. Que si estoy bien. 

-¿Quién te persigue?- es lo único que alcanzo a preguntarle.

El hombre mayor me mira y se cubre con los harapos y finalmente responde.

-La Inquisición.

-Ayúdame a levantarme.

Me levanto a pesar de las advertencias de Doña Asunción y Héctor. Le pido a mi nuevo amigo que me ayude a salir de allí. Al ver que no van a hacerme recapacitar, Héctor recoge la ropa del suelo y me la vuelve a ordenar en la bolsa. Pasó por la calle llena de mendigos y les regalo uno a uno el sombrero, camisa, jubón, calzones, botas, guantes y capas que iban a estar destinados a mi signora. 

Si ya no los va a necesitar, ella querría que la vistiera alguien.

El barbudo de casa que me mira sin entender el giro de acontecimientos.

-Te ayudaré a salir de la ciudad. 

-¿Haríais eso?- me pregunta escéptico.

-Yo no. Pero sé que es la voluntad de mi signora.

-¿Y puedo saber quién es mi benefactora?- preguntó 

-Marina Oliván de Santa Elena.

-Decidle a vuestra señora que mil gracias- me dice con una gratitud que me apuñala las costuras.

-Tened presente ese nombre. Y decidle a todos los que estén en tu situación, que tienen un amigo en la 7 de la Calle del Panecillo.

No sé qué estoy haciendo. No es típico de mi. Me da igual lo que ponga esa carta. He viajado lo suficiente a su lado para darme cuenta de que la mala suerte no existe, sino la mala voluntad. Sé que ellos han tenido algo que ver. Esos figlios di putana. Sé que el Sumo Inquisidor está detrás de todo esto.

Yo le servía a ella. Ella le servía al mundo. Entonces yo ahora debo servirle a todos...

Y aunque solo sé de moda y de cocina, coseré estas gentes, remendaré las injusticias que pueda y plancharé toda arruga en el tejido de San Cristóbal.

Lo haré como ella y por ella.

Aunque sea a mi manera.
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Beatriz Oliván, el Muelas y su esposa; y Francesco al enterarse de la muerte de Marina Oliván. Junio de 1671. Villa de Santa Elena, Santiago y San Cristóbal respectivamente. Castilla.

lunes, 31 de octubre de 2016

La verdadera resistencia

Entre los bandoleros del Salobral no había figura más misteriosa que la de su líder, aquél que llamaban de una forma simplista el Salteador de Caminos. Todos habían oído hablar de él y sabían de sus hazañas: carruajes prisión de la Inquisición asaltados y vaciados, almacenes propiedad de eclesiásticos opulentos saqueados para los proscritos, ejecuciones injustas interrumpidas... Algunos de sus hombres fueron reclutados a las filas de su resistencia rescatados o alimentados por él.

Y quizás por eso era que todos se decepcionaban cuando lo veían cara a cara por primera vez. Flacucho, pálido, con un peinado alborotado y el lago de sus ojos drenado por un sumidero que llevaba a un pozo oscuro. Sonreía, pero la mirada no le acompañaba con la sonrisa.

No era un bandolero o un rebelde al uso. Seguramente había sido un joven apuesto y con cierto poder adquisitivo. Vestía una casaca que se deshilachaba hacia los bordes, como un espantapájaros Gustaba de beber brandy a solas por la noche y a hacer movimientos de ajedrez consigo mismo. Cuando alguien se ofrecía a jugar con él, siempre sonreía y negaba: "esto no es un juego, es un ejercicio que solo yo debo llevar a cabo". Se refugiaba todas las noches en los cimientos de una capilla cuyas paredes habían sido derruidas hacía mucho tiempo. Él fingía estar en soledad, pero todos veían su melancolía y cómo ahogaba su misterioso dolor en trabajo e incesante reflexión, siempre acompañado por un vaso de mal brandy y el tablero maniqueo siempre en tablas.

Con el tiempo el nombre de El Salteador de Caminos se quedó para los ignorantes. Pronto empezaron a llamarlo de maneras extravagantes entre los suyos. Entre los más vagos estaban el Señor de los Proscritos o el Rey de los Ladrones. Pero entre los poetas o los más profundos, le llamaban El Hombre Deshilachado (algunos decían que por sus ropajes y otros por su alma), el Caballero de la Triste Figura o el que más gracia empezó a hacerles a todos, sobre todo a los cómicos del campamento: Pierrot

Un hombre que se muestra alegre y enérgico como un payaso, que sabe cuándo es el momento de la máscara y cuando no, que llora las noches en soledad con la luna como testigo por un amor que es inalcanzable. Su piel pálida de tanto mirar la luna, su máscara desdibujada, su sonrisa desacompasada con la mirada triste...

Aunque todos veían lo que hacía por las noches, nunca pudieron penetrar en la intimidad de su mente. Algunos ni sospechaban que su verdadero nombre era Alonso Lara y había sido noble de Castilla.


Pero lo que nadie supo jamás, es que entre planos, movimientos de ajedrez y sorbos de alcohol se movía otro juego mental que se libraba en su mente. Un juego mucho más peligroso.

Una pistola cargada junto al tablero.

Todos los días reflexionaba sobre su vida y sobre si merecía la pena. Los dos primeros días llegó a apuntarse a la cabeza pero nunca llegó a creer que lo hiciera. La margarita azul que descansaba al otro lado del tablero le pedía que "siguiera creyendo" y que "no cambiara".

Por ella. Por su memoria. Por lo que había luchado y muerto.

Todos sabían que su líder amaba algo que nunca tocaría. Hablaban de su antigua vida, sus rentas, su familia, la vida pasada, la vida mejor.  Muchos lloraban o gritaban de ira por lo que habían perdido, él simplemente miraba a la luna con una pistola a un lado y una margarita azul al otro. Algunos se preguntaban qué demonios le hacía estar tan triste en soledad y tan enérgico ante los demás.

"Nunca le corresponderá la que él quiere, está más lejos que la misma luna", se repetía en las noches de luna.

Pero hubo un día que fue diferente. Hubo un día en que Pierrot no era consciente de que su luna le observaba y su corazón latía junto al suyo.


Marina Oliván de Santa Elena había vuelto.

No podía decir nada sin que fuera peligroso. Tres vidas estaban en juego si daba un mal paso y los traidores abundaban hoy día.


Si había una verdadera Resistencia en toda aquella causa, era la que impedía Alonso rendirse y la que impedía a Marina reprimir sus ganas de abrazarlo y gritarle al cielo que estaba viva.


Para así luchar un día más.

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Refugio secreto de la Registencia contra el reino de terror del Inquisidor Lucius Varela. Finales de octubre de 1671. Bosques entre el Salobral y Villanueva de los Peregrinos. Ducado de Aldana. Reino de Castilla.

jueves, 14 de julio de 2016

Como pez fuera del agua

El montón de informes cayó sobre la mesa con todo el peso de los problemas que entrañaban en su interior. Una ola de polvo invadió el salón estratégico de la capitanía general de los ejércitos de Lyon, haciendo que por un momento todos los oficiales presentes quisieran rascarse o estornudar. Tras dejar en la mesa los informes,  el Coronel Mayor se retiró junto a los suyos sin darle la espalda a su superior. Con cierta disciplina militar, coroneles, capitanes y otros oficiales del ejército asediaban pacientes -aunque con algo de ansia- el escritorio, en espera de ver las reacciones del General al leer los informes. En esos papeles se encontraban escritos por la mano de docenas de oficiales del ejército el resumen del estado del ejército, económica y logísticamente.


De momento, el general Louis Dupont, uno de los mayores líderes de la causa de Lyon, miraba por la pétrea ventana del fuerte que asomaba al impresionante Río del Comercio. Suspiró largamente un hilo de aire hasta que se deshinchó, dejándole los hombros convertidos en una montaña de contracturas que le generaba el constante esfuerzo y el estrés. Le habían fastidiado su momento de descanso, y había cogido la buena costumbre de almorzar y cenar en solitario en las murallas del fuerte fluvial de Collioure. No había sido nunca de mar y aborrecía la Armada, pero por alguna razón ver las velas de los navíos desde las alturas le relajaba. A veces fantaseaba con que podía controlar la travesía de las naves, como si pudiera jugar a barquitos de papel en busca de cruzar un gran charco.

-Mon General- dijo entre toses disimuladas el Coronel Mayor.

Louis Dupont se giró solemne y se sentó en el escritorio del salón estratégico. No se vio impresionado por la gran cantidad de informes, pero sí contuvo una maldición que acabo explotando en una habitación privada de su mente, donde quizás guardaba imágenes de su niñez o un grato recuerdo del pasado.

-Informen oficiales. Iré contrastando lo que me vayan contando mientras leo los documentos.

El Coronel Mayor agitó su bigote nervioso y dio un paso al frente.

-Oui, mon General. El regimiento de artillería situado al este del frente ha sido víctima de un sabotaje. Los cañones han sido saboteados mediante clavos bien introducidos en el fogón de las piezas.

-¿Cuantas piezas?

-Al menos veinte piezas de artillería de doce libras.

El general volvió a suspirar y un tirón en la cervical le dijo que se apresurara.

-Envíen esas piezas a la fundición de cañones, quiero esos fogones reparados cuanto antes. Máxima prioridad, no quiero que nos visiten los ejércitos del Rey Pastor y nos pillen sin veinte cañones.

Los coroneles y capitanes se miraron en silencio. El coronel mayor retomó la palabra.

-Mon General, los ejes de los carruajes también han sido saboteados. Han destruido el tren de bagaje y los carruajes de las cureñas también.

Louis se quitó los guantes de caballería y se apretó los ojos.

-Esta bien. Parece que nuestro espía había hecho un mejor trabajo de lo que me habían dando a entender. Despliegue los cañones como si funcionaran, quizás así piensen que los hemos reparado. Recen a la fortuna para que se lo crean. Tendremos que recibir las provisiones desde Barcino

-Me temo, mon general, que en Barcino hay una fuerte crisis interna de política. En la capital se está sufriendo la deserción de varios nobles solaristas. Muchos están huyendo viendo los destinos de Alfonso Galán y Florian du Toille. Los solaristas se sienten engañados y los que no huyen...los que no huyen están presentando una moción de censura contra su liderazgo en el gobierno de Barcino. Sospechan que les han engañado y temen que esta causa iniciada en recolocar al Rey Sol en el trono no sea más que una conspiración suya para colocarse usted en el trono. La disputa es grande al igual que la deserción. Algunos nobles en Barcino dicen que incluso le apoyarían con tal de que devuelva la gloria a Montaigne.

Louis Dupont observó atónito por debajo de unas cejas sorprendidas.

-¿Yo? ¿Empereur du Montaigne? No, no, no, no, no, ¿de dónde se sacan estas...? no...no, eso no puede...no, sería un poco...no, no... que no.

-En cualquier caso, los lyonenses deberían saber por quién están luchando en el trono para resolver estas disputas internas para que puedan concentrarse en enviarnos enseres y víveres. La gente es reacia a luchar si no saben para quién es.

-Me da igual lo que estén discutiendo. ¡Los ejércitos del General Leveque están bajando desde la mismísima Charouse para expulsarnos al otro lado del Río! ¡Si no quieren tenerme allí de vuelta masacrando a todos esos traidores ya me pueden estar enviando tropas y víveres!

-Oui, Mon General. Ahora mismo mandaré un mensajero.

-Bien. Déjenme los datos de la intendencia y los informes de desgaste. Si no hay nada más de importancia pueden descansar.

Los oficiales volvieron a mirarse. El coronel mayor dio un paso al frente.

-Mon General. Quizás debería...también interesarse por...

Louis Dupont miró por encima de los informes, paciente pero con la mandíbula batiente dejó terminar a su oficial.

-También tenemos un informe sobre la moral de los hombres.

-¿La moral...de los hombres?

-Oui, mon general. Imaginamos que le interesaría saber la felicidad de sus soldados.

Louis Dupont se vio desarmado y atacado por la espalda. Ni se lo había planteado, sus hombres eran los mejores y expertos soldados que habían participado durante cuatro años en la invasión a Castilla. Ni se cuestionaba si eran felices...eran soldados.

-Sí...adelante.

-La moral está decayendo como el plomo en el agua. Las provisiones no llegan. Hay rumores sobre gente que deserta del ejército con éxito y cruzan hacia la zona de Montaigne para volver a casa. Y lo peor, saben que el ejército comandado por el mismísimo General Leveque viene hacia el sur y probablemente se dirija hacia Collioure.

-Sí, eso dicen mis espías. Pero no es más que una interpretación Vienen al sur, sin más.

-Nuestros hombres están desanimados. No pueden combatir así. Muchos han desertado y no han recibido castigo y...tememos deserciones en masa. Sospechamos de la caballería de Toille y de los regimientos castellanos en general.

Louis se reclino hacia atrás en la butaca.

-¿Y qué quieren que haga?

Los oficiales volvieron a mirarse. El Coronel Mayor volvió a tomar palabra.

-Hemos considerado...que...su presencia entre los hombres...usted...

-Suéltelo ya.

-Creemos que si se presenta entre los hombres relajado y confiado pensarán que todo está bien. Si el general se encuentra entre los soldados sabrán que estamos seguros, animados y con más posibilidades de las que creemos. Se sentirán tranquilos y eficientes.

El General se levantó bruscamente y les dio la espalda para mirar el río.

-¿Qué? ¿Mezclarme con los rasos?

-Oui, Mon General.

-¡¿Y hacer exactamente qué?!

-Pues...divertirse.

-¿Divertirme? Oficial, ¿usted me está diciendo que baje allí y me emborrache con los soldados para que vean que estoy tranquilo y todo va bien?

-Bueno...si me lo permite, mon general, no tiene por qué emborracharse.

-¿Sabe lo falso que puede quedar? No soy un actor de pacotilla. -un tirón en la cervical le punzó dolorosamente-  ¿Y si se dan cuenta?  Puede ser peor el miedo que puede provocar el pésimo intento de un jefe por aparentar que todo está bien que mantener el status y la disciplina.

-Es suya la decisión.

Louis miró por la ventana y vio los muelles del fuerte fluvial. Los hombres estaban ociosos y algunos miraban ansiosos si llegaba del oeste las provisiones de Barcino. No debían tardar en llegar los materiales, estaban bien comunicados y su plan logístico era bueno. Pero...con todas esas deserciones.

-Ya...pensaré en algo.

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La noche cayó en el fuerte fluvial de Collioure y los que estaban de permiso aprovecharon como siempre en bajar a los muelles para reunirse. Aunque estaba vigente un decreto contra el alcohol incluso estando de descanso -el General Louis Dupont había puesto a su ejército en máxima seguridad-, algunos hombres aprovechaban la cubierta que daban las naves fondeadas para echar un trago y...a veces, bailar.

Una peculiaridad de los ejércitos de Lyon era que muchos de ellos eran castellanos. Muchos se alistaban porque no tenían recursos, otros por el gusto vengativo de invadir Montaigne y otros porque profesaban los ideales políticos de Montaigne. De su tierra se habían traído su espíritu alegre y por supuesto, también su cultura.

Sobre un bergantín se montaban ciertas reuniones donde los castellanos jugaban a naipes, fumaban y bebían clandestinamente. Lo único que no hacían discretamente eran cantar las bulerías de su tierra allá por el sur de la provincia de Torres y Zepeda.

Un hombre bajito, de bigote espeso como una selva negra y brazos fuertes y velludos, bailaba con una soldado de pelo frondoso y castaño y aros enormes en las orejas -algo totalmente antirreglamentario en el ejército-, que se había arremangado los pantalones y la camisa para poder clavar sus talones en la madera al ritmo de la soleá. El hombre giraba alrededor de la mujer como la luna corteja a la tierra a la calidez de un sol que canta alegrías y "quejíos".

Entre esos dimes y diretes, quejíos y "oles" los castellanos se entretenían y apagaban la morriña que sentían al estar relativamente lejos de sus hogares. Los bailarines cerraron el baile clavando talones uno al lado del otro mientras el resto vitoreaban su gracia y otros comentaban sobre la guerra y sus familias.

Mateo, el bailarín, se acercó donde se encontraba la camarilla de músicos y le ofrecieron un chupito de anís.

-Increíble Facundo, tres bailes seguidos llevo y ni un grito escandaloso del General desde las murallas. Puede que sea el festejo más largo que hemos podido echar desde que nos destinaron a Collioure.

El tal Facundo, regordete y afable, se lavaba los callosos dedos mientras le daba la guitarra a un mochilero.

-Ya lo ves. Y mira que siendo montaignense yo pensaba que hoy hasta bajaba con mosquetes y bayonetas a aguarnos la fiesta.

Mateo bebió de un trago.

-Quizás tiene miedo por todos los que están desertando. He oído que un oficial de la Marina preso se ha salido de rositas de aquí después de haber desertado y que a Portier lo van a juzgar por vender información de nuestra situación a Montaigne...quizás sea lo mejor largarse de aquí. Esto hace aguas...quién sabe, lo mismo el General se ha quitado de en medio.

Carmina, la bailarina apareció entre ellos.

-No me seáis. El general estará fuera y ya está. Nosotros no formemos mucho follón y podremos seguir festejando estando de...

De pronto se hizo el silencio en mitad de la cubierta. Todo el mundo corría como loco para colocarse en línea y cuadrado cuando se escuchó:

-¡General en cubierta!

Louis Dupont subió en camisa y pantalones de monta de caballería, de paisano, mientras observaba de derecha a izquierda una y otra vez el pánico reinante. Todos seguían corrieron -Louis incluso creyó ver que alguien tiraba una botella de anís por la borda- y el tal Facundo se puso el sombrero de ala ancha, y se colocó frente a él con el saludo militar y un grito en los labios:

-¡MI GENERAL! Digo...¡Mon general!

Todos miraban al General. De pronto, y de forma muy perturbadoramente sospechosa, a Louis se le vislumbró un tembloroso, pequeño y diminuto amago de la promesa de una sonrisa en la comisura derecha de su labio. Eso escandalizó a los soldados.

-Descansen soldados. Continúen con el festejo.

Todos se miraron. Nadie se movió. Facundo le habló como solían decir, en petit comité.

-¿General? ¿Es una trampa? Mi teniente no me ha comunicado nada y...

-No, sargento, coja su guitarra y continúen. Considérelo una orden.

Facundo el sargento se giró al resto, que estaban más rectos que una vela.

-Ya...¡ya lo habéis oído!

La música se reanudó, sonaba un rasgeo de acordes muy tímido y de ambiente. Los hombres cambiaron sus juegos de cartas y lo cambiaron por afilar espadas, limpiar mosquetes y asegurar cabos. El general se sentó algo aislado, observándolos como si observara una manada de ciervos que no quiere espantar, mientras que los castellanos lo observaban a él ojipláticos sin ningún tipo de disimulo, como si fuera a hacer algún truco en cualquier momento. Se miraban mutuamente como algo alienígeno.

Un comentario anónimo rompió la tensa atmósfera.

"Por Theus...deben ir muy mal las cosas para que el General haya bajado hasta aquí de buenas..."

Y entonces ocurrió. El ambiente cayó como plomo en el agua.

La moral se ahogaba.

Louis Dupont se levantó lentamente y decidió hacer lo que Marina Oliván habría hecho si ella hubiera tenido su imagen como en la batalla de Fendes y que le había valido para ganarse el respeto de muchos de sus hombres al grito ferviente de "mon general".

Se hubiera sacrificado y expuesto al peligro por sus hombres.

Lo odiaba y le parecía innecesariamente estúpido, destruía la cadena de mando y la efectividad de la moral del grupo ver a los oficiales peligrando su integridad de forma innecesariamente tonta. Pero ahora la moral de sus hombres dependía de eso.

Decidió arrancarse a bailar.

Torpe, tímido y dando un espectáculo ridículo ante una guitarra que no se ofrecía a arrancar un baile. La gente intentó no reírse y algunos se vieron presas de une vergüenza ajena terrible.

Carmina se acercó a Mateo.

-¿Qué está pasando?

-No tengo ni idea. Creo que el General quiere asimilar nuestras costumbres de soldados.

-¿Tú crees?

-No sé....después de todo la política de Lyon es la unión de los castellanos y montaignenses en las tierras de Torres, ¿no?

-Sí bueno, pero...esto es...

-Lamentable.

-Sí. ¿Qué se le estará pasando por la cabeza?

-Solo Theus lo sabe.


El espectáculo era lamentable sí, pero tenía un toque ridículamente afable.

El General no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Pisaba el suelo en busca de encontrar un ritmo acorde al rasgueo simple de la guitarra y a veces lo mezclaba con bailes típicos de los salones burgueses de Montaigne.

Carmina corrió hacia Facundo, que tocaba casi ausente acordes que automáticamente formaban armonías simples pero efectivas.

-Facundo, arráncate una soleá.

Él guitarrista la miró.

-Tú sabrás.

El tempo se aceleró aunque era lento y pesado. Mateo miró a Carmina y a Facundo y luego miró al general. La gente se sintió extraña al sonar la bulería.

Mateo gritó:

-¡Ole!

De pronto una voz de entre los soldados daba letra a la música y algunas palmas se arrancaban.

El espectáculo del general poco a poco se iba dignificando, aunque seguía siendo totalmente imperfecto, torpe y carente de seguridad.

Mateo se arrancó también a bailar con otro más, y los soldados se fueron animando. El espectáculo del General empezó a camuflarse hasta convertirse en un pescado fuera del agua en un banco de peces enorme.

De pronto casi todo el navío volvía a la normalidad de su pequeña fiesta.

Mateo se lo llevó junto a la camarilla  entre la multitud y fue absorbido por los alegres castellanos, que se encontraban más animados al no tener que esconderse del General. Carmina se arrancó a cantar mientras el resto jaleaba y palmaba a contratiempo en diferentes ritmos.

El General respiraba aliviado, lo estaban integrando en su grupo y la cosa se relajaba. La moral volvía a estar en su sitio o puede que más arriba, habían admirado lo que el General había pretendido hacer -por supuesto, habría muchísimas bromas al respecto en el futuro-. La gente palmeaba con respeto al General y le ofrecían un zumo de uva -aunque seguía sospechando que había alcohol por ahí-.

"Quizás la señorita Oliván debería estar aquí, tiene un pedacito de su tierra fuera de Castilla en este lugar."

Louis Dupont terminó su trago y pensó dónde, vitoreado por "oles" y mucho jaleo.

Eran ciertamente escandalosos y brutos, a Louis seguía sin agradarle los castellanos. Aunque los métodos de la señorita Oliván le habían valido para esta pequeña crisis.

Bueno, Quizás algunos castellanos merecían la pena.









Pero solo algunos.
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El General Louis Dupont semanas después de la marcha de Marina Oliván hacia Charouse tras ser dada por muerta tras una conspiración de la Inquisición. Principios de julio de 1671. Cuartel general de Lyon en el Fuerte Fluvial de Collioure, provincia de Pourisse, Montaigne.

martes, 7 de junio de 2016

La hora del dolor (I)

El juicio se había dado por concluido, pero el eco que había provocado aún gritaba las injusticia de la sentencia por todos los rincones. Un grito afónico que vibraba en el pecho de los rebeldes, pero que ninguno se atrevió ni a  decir en voz alta, ni a murmurar...ni siquiera a pensar.

No con la Inquisición allí.

Marina Oliván entró en la antesala, proveniente de la sala del trono con las manos engrilletadas a la espalda. El silencio se hizo y la guerrillera pasó entre la nobleza en una procesión incómoda. Una vez los portones la hicieron desaparecer, la normalidad reinó cuando la Guardia Tudesca se la llevó de nuevo a prisión para que pasara una última noche en su patria: Castilla.

Alonso Lara, el ingenioso barón de Santa Elena, esquivaba cortesanos, nobles y clérigos por igual. Buscaba a don Andrés Bejarano, conde de Aldana, y lo encontró apartado, apoyado junto a la pared que daba a los salones de juegos de la realeza. El aspecto del conde era desalentador, el perfecto recogido que solía llevar se le había escapado por ambas sienes y le enmarcaba el rostro. Justo como la situación que acababa de vivir. El barón apretó los puños y con mano firme tomó el hombro del noble, que seguía con la mirada ausente.

-Don Andrés, tenéis que convencer al tribunal de que todo esto es una locura. Aún pueden echar atrás la sentencia si apelamos.

Aldana lo miró con ojos brillantes por la fiebre que le había contagiado la injusticia de la corte. Contestó con un hilo de voz que Alonso casi ni escuchó por el gentío excitado de la corte:

-No hay más que yo pueda hacer. He cuestionado abiertamente al tribunal al que pertenezco, y lo que es peor, a la Iglesia y a la Inquisición.

-¡Claro que podemos! Podéis solicitar una moción de censura ¡La Inquisición ni siquiera debería estar aquí si es la justicia del rey la que...!

La mano de Aldana se posó firme sobre la del barón y le encaró sin rastro de su característica sonrisa.

Hacía mucho que Aldana no sonreía.

-Escuchad. Nos hemos expuesto a un gran peligro firmando nuestro apoyo hacia Marina. La ausencia del rey, el miedo que ha provocado Leandro con los hechiceros radicales y los asaltos de los Bernoullis y Lyon han provocado que la Inquisición tenga un poder que va más allá de lo corriente. Tienen un papel con nuestros nombres alagando los irregulares servicios que Marina Oliván ha llevado a cabo hacia esta corona, y ahora la consideran poco menos que una criminal. La hora de la diplomacia ha acabado.

Alonso apartó violentamente el brazo de Aldana.

-No estaréis hablando en serio, señor.

-Por supuesto que sí. Hay que adoptar otra estrategia, ellos buscan un enfrentamiento frontal.

-No podéis pretender que esta injusticia se lleve a cabo. Marina es una temeraria y puede que se lo haya jugado todo a una carta, pero no ha puesto en peligro a nadie y mucho menos al país.
¡Precisamente eso era lo que se proponía!

-Lo sé, y por todos los demonios, creedme cuando os digo que yo soy favorable a esos subterfugios.
Yo he aplaudido todas sus actuaciones a escondidas del rey para ayudar a este país. Pero es lo que ha decidido el reino.

-¡¿El reino?! ¡Querréis decir los enemigos personales de Marina! No se trata de justicia, esto es una venganza. Todo esto es cosa del Sumo Inquisidor...

-Callad, por Theus. Están entrando y no es conveniente aludirles, aprovecharán cualquier provocación.

La marea roja de los cardenales castellanos se desangraba por los portones de la sala del trono, dirección a la antesala real, donde les esperaba el resto de la corte. El púrpura de los obispos coreaban todo el corro de cortesanos y el negro inquisitorial dejó un aire rancio en el ambiente.
Alonso los vio venir y no pudo reprimir una arcada.

-Así ha dejado la Iglesia a la Justicia del Rey. Desangrada por los cardenales, amoratada por los obispos y gangrenada por la Inquisición.

-Callad, por Theus...-susurró Aldana implorante, mientras observaba acercarse a los monásticos.

El clero y la nobleza se daban la mano, se felicitaban por el trabajo y se daban palmadas aprobatorias en la espalda. El Concilio de la Razón, una vez más, había solventado un problema y puesto en cintura a todo el que pretendía estar por encima de los poderes de la Corona y la Iglesia. Muchos de la corte no interesaban de debatir la sentencia. Muchos oficiales del ejército la aprobaban y otros nobles pensaban que era lo justo. Por supuesto, de los que pensaban que todo había sido exagerado no se sabía nada. Lucius Varela, una figura decrépita con el hábito de Sumo Inquisidor, se había acercado a Aldana casi levitando sin poder casi disimular su sosiego por la sentencia.

-Gracias al hacedor, Aldana, aún os encontráis en la corte. Temía que después de vuestro arrebato hubierais cumplido vuestra amenaza de abandonar la corte.

-Espero no decepcionaros, eminencia.

-Oh, no. Me alegro de que sigamos en el mismo barco.

-Aunque sea un barco que hace aguas.

-Sigue disconforme, por lo que veo.  Y vos, barón, ¿qué opináis de todo este asunto?

Alonso fingía no estar en la conversación, pero entró rápido tras la pregunta y se colocó junto a Aldana. Sabía que casi todos los presentes habían oído cómo se ofrecía partir al destierro con Marina y habían visto su firma apoyando a la espadachina. Sería absurdo mentir al inquisidor ahora.

- Creo que una sentencia de ese calibre no se cicatriza así como así.

-¿De ese calibre? ¿Considera que ha sido excesivo?

-Marina ha salvado incontables vidas de soldados castellanos.

-Pero la corte no lo ve así. Consideran que se ha sobrepasado en unas funciones y responsabilidades que no tiene y que ha actuado a espaldas del reino. Nos ha puesto en peligro a todos.

-Nos ha salvado. ¿No cree que merece otro tipo de sentencia?

-¿Acaso está disgustado con la justicia impartida por el Concilio de la Razón, excelencia?

El barón abrió la boca dispuesto a morder la manzana envenenada, pero la auxiliadora mano de Aldana se aferró a la suya a sus espaldas. El barón apretó con fuerza. El Sumo Inquisidor esperaba la mordida, pero no llegó.

-Después de todo- continuó Lucius- decían que vuesas mercedes tenían un romance ¿no? Es normal que los sentimientos mundanos nos nublen la realidad.

Alonso mordió el aire y el corbatín de su cuello comenzó a asfixiarlo mientras seguía apretando la oculta mano que le ofrecía Aldana. Agachó la cabeza a modo de saludo y despedida, a la que el inquisidor respondió con una arrugada sonrisa de satisfacción. Lucius acabó por aceptar la invitación de despedida no sin antes hacer que sus contertulios besaran su anillo clerical.

-Me temo que debo excusarme. La paz sea con ustedes.

Alonso y Aldana observaron cómo el Sumo Inquisidor desaparecía con un séquito de nobles piadosos y clérigos fanáticos. Cuando desaparecieron, Alonso soltó la mano de Aldana no tardó en retomar la conversación privada.

-Si no es la hora de la diplomacia, ¿de qué es hora, don Andrés?

Aldana sacó su mano del escondite de su espalda y la adelantó. Lloraba hilos de sangre que corrían hacia las mangas de su camisa.

-Es la hora de resistir, excelencia. La hora del dolor.
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Lucius Varela seguía sonriendo. Terminó de recibir las últimas despedidas de nobles y monásticos antes de partir al Palacio de Justicia Inquisitorial. Saludó con una inclinación leve a los guardias de la puerta y a los monseñores, que lo reverenciaron a su paso. Finalmente llegó al despacho XII. Pulcramente ordenado y repleto de obras de artes dedicadas a los grandes mártires y santos. Estatuas, bustos, pinturas, lienzos...Había llegado a su capilla personal y el olor a incienso invadía la atmósfera. Sus Guardianes de la Fe entraron en su despacho.

Debía estar contento.No solo no habían encontrado una bruja, sino que además, la tecnología prohibida que había usado Marina Oliván para la batalla contra el ejército mercenario de los Bernoulli no era peligroso. Al menos no tanto como una reliquia Syrne. La justicia del rey se encargaría.

Cerró la puerta.

Su sonrisa desapareció.

Un gruñido de rabia trepó por su garganta y la articulación estrangulada de un animal cruzó el silencio. Sus manos decrépitas tiraron todos los documentos y materiales del escritorio de caoba.  Se abalanzó sobre el busto de Santo Domingo, despedazandolo en el suelo en varios pedazos. Sus uñas arañaron el rostro del cuadro de Santiago y despedazó el marco golpeándolo contra el suelo. En su ira tropezó contra la mesa y su rodilla se estrelló contra sus patas. Arrancó las cortinas de sus anillas y las rasgó...

-¡Idiotas! ¡Idiotas! ¡Teníais que conseguir su cabeza! ¡Quería su cabeza en mi mesa! ¡Ni todas las tretas del mundo han podido conseguirnos su cabeza! ¡Inútiles! ¡Inútiles!

Un Guardián de la Fe se atrevió a hablar.

-Pero...eminencia. Al menos la han desterrado.

Lucius lo observó iracundo.

-¡Idiotas!

Otros dos Guardianes se llevaron al que había hablado por la fuerza. El sumo Inquisidor daba vueltas por la sala como un animal enjaulado.

-De un destierro se puede volver. No es suficiente...no es la jugada que esperaba. Lilith.

Una Guardiana de la Fe dio un paso al frente.

-Encárgate de esto - le agarró de la cara con su mano esquelética y sus ojos hundidos y vacuos amenazaron los de ella- No fracases...

-No se preocupes, eminencia. De un destierro se puede volver, del Abismo no. La hora del dolor ha llegado.

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Antecámara de la Sala de los Leones (trono real de Castilla) y despacho número XII del Palacio de Justicia Inquisitorial. Principios de junio de 1671. San Cristobal, provincia de Aldana, Castilla.

domingo, 7 de febrero de 2016

La lucha de estar vivo


-No me gusta nada de lo que pretendéis, Luois.

Louis Dupont, general y abanderado de la causa de Lyon en la Guerra Civil de Montaigne, flotaba inmóvil entre la blanca niebla del cementerio de Almudena, en las afueras de San Cristóbal. Su mirada dura apuñalaba la piedra de una lápida y sus dedos recorrían ausente cada una de las letras del relieve de la piedra funeraria más galardonada del parque fúnebre.


"Aquí se halla los restos mortales del General Montoya, Maestre de Campo del sur de Zepeda. Muerto en honorable combate en la defensa de San Teodoro. Descansa en paz y en el seno de los Profetas. Los tiranos montaignenses te arrebataron la vida, pero nunca te arrebatarán la gloria. Rezan por ti tu esposa y tus hijas."


Luois descargó su cuello con un suspiro de alfiler. Despertó de su ensimismamiento y posó la mirada en la única presencia viva en la desolada necrópolis. Noble, diplomático, caballerizo del rey, marinero y algo aventurero.

-Vos no sabéis nada... solo sois un vividor ajeno a lo que es luchar en una guerra. Sí, os he estado observando...en Santiago, en la boda de mi hermana...y también he oído de vos. El ingenioso barón de Santa Elena, os llaman. No me impresionáis. No sois más que un simple charlatán, un engreído. Sois uno de esos jóvenes que piensa que va a vivir para siempre y que creen que la suerte van a estar siempre de su parte. Tened cuidado, si la vida es justa, recibiréis un terrible golpe algún día que no veréis venir...

Alonso se encontraba cerca de la tumba del General Montoya, echado sobre un mausoleo muy discreto dónde habían depositado los restos de muchísimos fusilados a lo largo de la guerra y que nadie había reclamado sus cuerpos, ni se sabía quienes eran. Jugaba distraidamente con una calavera, que le devolvía la mirada vacía y se reía de la desdicha de los dos únicos vivos. Pensó en su padre fallecido, recordó que estuvo a punto de fallecer en la batalla de San Juan, las barricadas de Santiago, el puente de San Elíseo, la prisión en Stronghold y todas las veces que estuvo apunto de morir...Los recuerdos se le derramaron de la boca dibujándole una sonrisa triste, y en la curva de sus labios acunó todos esos recuerdos que le habían llevado hasta Marina Oliván.

-Entonces quizás sepáis que no me interesa lo más mínimo lo que la gente piense de mi. Me interesa más lo que yo he oído de vos. Y lo que he oído es suficiente. Habéis exigido a Julius sacarle a la fuerza a Marina una información. No me gusta nada de lo que pretendéis. Ella acaba de salvaros la vida.

Louis reprimió un escupitajo al suelo, pero mantuvo los modales por ser terreno sacrosanto. Sin embargo, la bilis se le quedó amarga en la ardiente garganta.

-Ella no es inocente. Ella esconde información de quién mató a mi padre, la información de quién fue el carnicero que deformó el cuerpo de uno de los mariscales más grandes del Imperio.

-Y estarías dispuesto a hacerle daño a ella. 

Él se apoyó con las dos manos sobre la lápida y se arrodilló con dificultad. El uniforme estaba aún mojado y solo le quedaba la camisola, el calzón de lana y las botas de montar. Su rostro de cabellos desordenados se enfrentaba a la fría piedra mortuaria, que le entregaba frialdad a cambio del calor de su cuerpo exhausto.

-Ella podría resolverlo no ocultándome el secreto. No puedo evitarlo...Es como un picor desde el interior. No puedo más. Siento dolor, un dolor insoportable. Es mi padre arañando las paredes desde mis entrañas, intentando abrirse desde mi pecho y liberarse. 

-¿Y hacerle daño a ella le devolvería honor a tu padre? No puedo tolerar que sigas continuando ésta espiral de violencia, y menos aún contra alguien que ha derramado toda su sangre inocente hasta la última gota por salvar a gente como vos.

-¿Como yo? ¿Qué queréis decir con gente como yo?

-Intentáis restaurar sin honor el honor de un hombre que nunca tuvo la dicha de sentir esa gloria.

Louis atravesó la niebla como un espectro deshaciendo la fría mortaja de humo y se abalanzó sobre el barón. Los puñetazos volaban de arriba a abajo sin atinar bien y el barón se escurrió tropezando entre las tibias de los caídos anónimos de la tumba común. El capitán se colocó sobre el noble y le acercó a pulso el torso agarrando su casaca por las solapas. 

-¡Eso fue lo que me dijo ella! ¡Hablas como ella! ¿Os ha pedido que me digáis esto? ¿creéis que no es difícil para mí? Yo no quiero hacerle daño. Solo...solo quiero que acabe con ésto.

El barón atizó el rostro del capitán de caballería armado con la calavera. El dolor, el cansancio y la fatiga emocional hizo que el apresador soltara al cortesano y éste cayera en un mar de tibias y costillas. Alonso mantuvo el cráneo y comenzó a respirar trabajosamente.

Los dos enfrentados inhalaban muerte y espiraban el calor de una lucha encarnizada a la  niebla. Alonso intentaba recuperar fuerzas, estaba herido después de cabalgar por el campamento de un territorio hostil en la batalla de Tamis. Se centraba mirando la calavera del soldado anónimo y la puso frente a frente. Sus frentes se juntaron y por un segundo Alonso creyó que el macabro rostro le susurraba lo que debía decir. 

-¿Sabes quién mató a vuestro padre?

-¿Cómo? ¿Ella os lo contó? ¡Vos lo sabéis!- Luois se levantó y nadó a través de la fría niebla y se arrodilló para escuchar. El barón observaba la calavera del caído anónimo- ¡¿Quién?! ¡¿Quién mató a mi padre?! ¿Quién fue ese desgraciado que devolvió el cuerpo desfigurado de mi padre a casa? ¿Quién tuvo la injustificada violencia de ensañarse en las vísceras de un cuerpo ya derrotado? Dime...¿Quién? ¡¿Quién?!

Alonso miró al general  con la mirada glauca y perdida. Su mirada se volvió cálida y lo miró a los ojos con resignación. 

-A vuestro padre lo mató la guerra.

Los ojos de Louis relampaguearon y sus rayos tronaron doblemente en el rostro de Alonso. Los viscerales gritos dos hombres aún palpitantes inundaban el cementerio lleno de gente cosechada ya por la muerte.

-¡¿Crees que es gracioso?! ¡¿Crees que esto es un juego para mi?! 

-¡Louis, yo no sé qué hay detrás de todo esto! Lo único que sé es que hay que parar esta ola de violencia! El odio de tu padre hacia los castellanos estaría fundado, pero su odio hizo que cometiera crueldades contra mi pueblo.

-¡Mientes!

-¡Es historia sabida!

-¡La historia la escriben los que sobreviven!

-¡¿No entiendes?! El que lo hiciera fomentó tu odio, y cuando tu te metas en esa espiral y propagues ese odio, el fuego se alimentará y te quemará a ti. ¡Y seguirá! Marina no puede cargar con todo ese odio. Ella...ella no merece cargar con eso. Ella está haciendo un sacrificio que tú nunca harías por tu queridísima patria.

El puño de Luois se estampó contra el pómulo del barón, que cayó de espaldas cerca del mausoleo de mármol. Éste cayó al borde de la inconsciencia, pero tuvo la fuerza para recostarse en una cama de hojas otoñales.

-Hay un momento en la vida de toda persona en la que uno debe preguntarse hasta dónde está dispuesto a llegar para conseguir lo que desea. Sí. Seguro que te lo has preguntado y que te has respondido. Pero hay una cosa que nadie se pregunta. ¿Cuándo debo parar? ¿Estoy dónde debo? ¿Estoy haciendo lo correcto?

-Barón, Marina no me ha convencido en desistir en mi propósito. Y ella es soldado, guerrillera, valiente y temeraria a partes iguales. Ha demostrado su valía frente a mí en constantes ocasiones y ha pasado por...experiencias que aterrorizarían al más valeroso de los hombres ¿Qué os hace pensar que vos vais a convencerme de esto?

Una patada fue disparada contra el estómago de Alonso y de sus entrañas exhaló:

-Tengo que intentarlo...por ella.

-¡¿Ella?!

-...tengo que intentarlo- el barón sufría espasmos de tristeza en el pecho, aún recostado por el dolor-. No tienes ni idea. Puedo sentir sus cicatrices en su mirada. Puedo sentir su corazón latir con compasión a pesar de estar lleno de costuras. Lo ha hecho todo por el mundo y el mundo no para de golpearla. Su dolor me sangra por todas partes. Por cada uno que salva cientos quieren quitársela de en medio. Lo que menos necesita son más enemigos. ¡Estoy cansado de gente como vos! ¡Basta ya! ¡Dejádmela en paz! ¡BASTA!

Louis se detuvo.

-Admiro su entereza... pero odio su terquedad de proteger a la gente.

-Ella te acaba de salvar la vida...

-¡Yo no se lo pedí!

-¡¡Y sin embargo aquí estáis!! ¡Vivo y con otra oportunidad!

Louis Dupont se quedó inmóvil y ningún rasgo de su rostro se movió, como una estatua funeraria. Sus músculos se distendieron y las piernas le flojearon.

-Estas son el tipo de cosas por lo que todo esto es tan difícil. Si se hiciera odiar todo sería tan fácil...

-Ella nunca ha buscado el camino fácil...capitán. Jamás.

El silencio arañó las almas de los dos hombres. El lamento del noble y la respiración resignada del capitán sonaban intermitentemente inflando como un fuelle el ambiente del cementerio.

Seguir respirando muerte era la lucha de estar vivo.

De pronto, un grito lastimoso desgarró el aire. Una perforación en la realidad sangraba dando a luz a unos viajeros que venían de lejos, atravesando los pliegues del espacio de otros mundos.

Marina y Julius habían regresado.
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Alonso Lara y Louis Dupont. Cementerio de Almudena. Justo después de que Marina salvara a Louis Dupont de la conspiración de los solares contra el General de la causa de Lyon en la Guerra Civil de Montaigne.

Cadenas por corona

Los grilletes se cerraron sobre las muñecas de Leandro Vázquez de Gallegos. El Alguacil cerró las esposas duramente y apretando con malicia,...