Entre
los bandoleros del Salobral no había figura más misteriosa que la de su líder,
aquél que llamaban de una forma simplista el Salteador de Caminos. Todos habían
oído hablar de él y sabían de sus hazañas: carruajes prisión de la Inquisición
asaltados y vaciados, almacenes propiedad de eclesiásticos opulentos saqueados
para los proscritos, ejecuciones injustas interrumpidas... Algunos de sus
hombres fueron reclutados a las filas de su resistencia rescatados o
alimentados por él.
Y
quizás por eso era que todos se decepcionaban cuando lo veían cara a cara por
primera vez. Flacucho, pálido, con un peinado alborotado y el lago de sus ojos
drenado por un sumidero que llevaba a un pozo oscuro. Sonreía, pero la mirada
no le acompañaba con la sonrisa.
No era
un bandolero o un rebelde al uso. Seguramente había sido un joven apuesto y con
cierto poder adquisitivo. Vestía una casaca que se deshilachaba hacia los
bordes, como un espantapájaros Gustaba de beber brandy a solas por la noche y a
hacer movimientos de ajedrez consigo mismo. Cuando alguien se ofrecía a jugar
con él, siempre sonreía y negaba: "esto no es un juego, es un ejercicio
que solo yo debo llevar a cabo". Se refugiaba todas las noches en los
cimientos de una capilla cuyas paredes habían sido derruidas hacía mucho
tiempo. Él fingía estar en soledad, pero todos veían su melancolía y cómo
ahogaba su misterioso dolor en trabajo e incesante reflexión, siempre
acompañado por un vaso de mal brandy y el tablero maniqueo siempre en tablas.
Con el
tiempo el nombre de El Salteador de Caminos se quedó para los ignorantes.
Pronto empezaron a llamarlo de maneras extravagantes entre los suyos. Entre los
más vagos estaban el Señor de los Proscritos o el Rey de los Ladrones. Pero
entre los poetas o los más profundos, le llamaban El Hombre Deshilachado
(algunos decían que por sus ropajes y otros por su alma), el Caballero de la
Triste Figura o el que más gracia empezó a hacerles a todos, sobre todo a los
cómicos del campamento: Pierrot
Un
hombre que se muestra alegre y enérgico como un payaso, que sabe cuándo es el
momento de la máscara y cuando no, que llora las noches en soledad con la luna
como testigo por un amor que es inalcanzable. Su piel pálida de tanto mirar la
luna, su máscara desdibujada, su sonrisa desacompasada con la mirada triste...
Aunque
todos veían lo que hacía por las noches, nunca pudieron penetrar en la
intimidad de su mente. Algunos ni sospechaban que su verdadero nombre era
Alonso Lara y había sido noble de Castilla.
Pero lo
que nadie supo jamás, es que entre planos, movimientos de ajedrez y sorbos de
alcohol se movía otro juego mental que se libraba en su mente. Un juego mucho
más peligroso.
Todos
los días reflexionaba sobre su vida y sobre si merecía la pena. Los dos
primeros días llegó a apuntarse a la cabeza pero nunca llegó a creer que lo
hiciera. La margarita azul que descansaba al otro lado del tablero le pedía que
"siguiera creyendo" y que "no cambiara".
Por
ella. Por su memoria. Por lo que había luchado y muerto.
Todos
sabían que su líder amaba algo que nunca tocaría. Hablaban de su antigua vida,
sus rentas, su familia, la vida pasada, la vida mejor. Muchos lloraban o gritaban de ira por lo que
habían perdido, él simplemente miraba a la luna con una pistola a un lado y una
margarita azul al otro. Algunos se preguntaban qué demonios le hacía estar tan
triste en soledad y tan enérgico ante los demás.
"Nunca
le corresponderá la que él quiere, está más lejos que la misma luna", se
repetía en las noches de luna.
Pero
hubo un día que fue diferente. Hubo un día en que Pierrot no era consciente de
que su luna le observaba y su corazón latía junto al suyo.
Marina
Oliván de Santa Elena había vuelto.
No
podía decir nada sin que fuera peligroso. Tres vidas estaban en juego si daba
un mal paso y los traidores abundaban hoy día.
Si
había una verdadera Resistencia en toda aquella causa, era la que impedía
Alonso rendirse y la que impedía a Marina reprimir sus ganas de abrazarlo y
gritarle al cielo que estaba viva.
Para así
luchar un día más.
“Los amigos verdaderos volverán cuando todo sea negro y vendrán cuando menos lo esperes, como una fiesta sorpresa”. Por eso siempre merece la pena, porque nunca jugamos solos. El secretismo es nuestra mejor arma y a la vez la más peligrosa de todas: siempre luchamos contra los demás y contra nosotros mismos. Y hay partidas que no pueden dejarse para luego. Abandonarla es aceptar que estamos equivocados. Abandonarla es hacer que ellos ganen sin que nada les cueste, como un regalo. Y no es tiempo de regalos, es tiempo de mover nuestras piezas.
ResponderEliminarMarina Oliván
Aunque nunca juguemos solos el corazón siempre nota el pedazo que le falta. Podemos enfrentarnos a todo el mundo, pero nuestra sombra es la que mejor nos apuñala por detrás.
ResponderEliminarAhora que has vuelto, podemos luchar espalda con espalda. Las sombras se disipan y el tablero se ve más claro.
Por cierto, señorita Oliván, abandonar seguro que abandono muchas veces, pero confesar que me equivoco...eso nunca.
-Alonso Lara-