viernes, 14 de noviembre de 2014

El fuego de la rebeldía

-¡Guardias! ¡Guardias!

En todo lo que el Emperador llevaba gobernando la gran nación de Montaigne, pocos cortesanos le habíam visto temblar el falso lunar de su mejilla derecha. Menos aún lo habían visto temblar de ira como estaban presenciando en esos instantes. El rostro de L' Empereur había sido dominado por un tic nervioso y gritaba con fuerza mientras recapitulaba que acababa de pasar.

Todo había ocurrido muy rápido.

Hacía unos instantes toda la corte de Montaigne observaba a una cortesana danzar bajo el anonimato que da los empalagosos maquillajes y las recargadas pelucas cortesanas. La joven había hipnotizado al Emperador con una fogosa y apasionada danza castellana, algo que odiaba y le excitaba a partes iguales. Había estado bailando solo para él, para deleite de su mirar y de su tacto. Lo había clavado con sus ojos oscuros y lo había destruido con un suspiro apagado. Entre giro y vuelo de falda lo atrajo con un mirar que lo desafiaba y lo provocaba.

Sin duda esa danza apasionada era castellana y desafiaba al mismísimo Empereur.

El mundo sintió que en aquél baile prohibido se encendía la mecha de la rebeldía.


El Emperador no sabía si estaba disgustado o extasiado.

Y cuando acabó el baile, el Emperador se decidió a acercarse a la cortesana para intimar con ella, la misteriosa mujer disparó un trabuco sin balines peligrosamente cebada de pólvora negra.

En medio de una gran nube de pólvora el gran jardín de juegos del palacio de la Chateâu du Soleil  se había convertido en una estampida de aristócratas ridículos. La orden de fiesta perpetua, espectáculo y vicios que había declarado el Emperador en su palacio tras la muerte de su odiada madre se había interrumpido por un enorme disparo. En mitad del humo producido por la detonación y la estampida, la cortesana causante del caos había desaparecido entre un mar de faldas, pelucas y levitas. El Emperador estaba abochornado.

-¡Guardias! ¡Guardias!

Jean-Marie du Montaigne, capitán de los Mosqueteros reales se puso frente al Emperador por si se produjera algún atentado con la espada medio desenvainada.

-¡Formad un perímetro y cerrad el palacio!

-¿Qué estáis diciendo?- ladró el Emperador tras las órdenes del capitán Jean Marie- ¡Id a por ella! ¡Arrestadla directamente!

Los Mosqueteros se dividieron, sin saber si hacer caso a su capitán o a su Emperador. Su capitán había ganado el respeto de todos los soldados del imperio, pero una sola palabra del Emperador haría que fueran fusilados por insurrección.

-¡Allí! ¡Allez!- gritó un mostachudo mosquetero señalando hacia los jardines de la recientemente fallecida Reina Madre.

Un pelotón de mosqueteros corrió hacia la lejana figura de la mujer que huía. Fue fácil alcanzarla, pero llegaron demasiado tarde. La misteriosa cortesana tenía un as en la manga...un mago de Porté la estaba esperando junto al muro exterior del palacio y desapareció en un sangriento portal a Theus sabe dónde. Como último intento por detenerla, dos mosqueteros dispararon al portal sin éxito alguno.

La chica escapó y los mosqueteros se quedaron con la miel en los labios. Un oficial de los Mosqueteros volvió a Jean Marie con el mostacho tembloroso.

-La chica...ha escapado.

Jean Marié suspiró y miró al Emperador. Rodeado de enanos vestidos de forma ridícula, el Emperador miraba a los mosqueteros de reojo fingiendo desinterés desde su privilegiado patíbulo dorado. Los cortesanos lo miraban atónitos tras sus empolvados rostros y, por una vez en la corte del conocido Rey Sol, nadie se atrevió a chismorrear.

-Continuad- ordenó el Emperador con el habitual gesto condescendiente de su mano.

Toda la orquesta volvió a tocar, haciendo que los cortesanos danzaran sin mucho entusiasmo. Entre salto y giro observaban disimuladamente cuál iba a ser la reacción del Emperador ante la gran afrenta que acaba de sufrir su orgullo.

Orgullo que no había conseguido herir ningún rey ni el mismísimo Santo Padre.

Jean Marie subió al patíbulo atenazando el ala ancha de su sombrero emplumado con sus guantes de ante.

-Mon Empereur, la asaltante ha escapado.

Un enano trajo una copita de licor de moras al Emperador, que cogió dos dedos finos. Se lo llevo a los labios con pulso firme y calmado. Jean Marie observó que ni siquiera había bebido realmente, pero no dijo nada. El Emperador dejó la copita sujeta entre sus dedos y carraspeó con indiferencia hacia el Capitán de los Mosqueteros.

-Aún hay más-prosiguió Jean Marie.

-Hablad- ordenó el monarca casi sin poder disimular su impaciencia.

-La intrusa ha escapado con un mago de Porté, podría estar en cualquier parte.

El falso lunar del Empereur tembló, pero su cuerpo quedó fijo como si estuviera retratado en un lienzo.

-Entiendo.

-Aún hay más.

-¿Qué es ahora?- preguntó contenido de ira.

-Mon Empereur...el Arzobispo Maurice Rostand du Pourisse, el confesor de vuestra fallecida madre...ha desaparecido también.

La copita repleta de licor de mora se resquebrajó entre la mano enguantadas del Empereur con unas crujientes cuchilladas, manchándose de sangre. Un grupo de criados intentó asistirle pero el otro los paro con una autoritaria y sangrante mano. La corte seguía escuchando mientras bailaban. Todos sabían que el Emperador quería humillar a ese hombre frente a toda la corte y que quería averiguar todos los secretos que había contado su madre al sacerdote, pero ahora era él el avergonzado. Por un momento pareciera que se iba a hacer el silencio en el jardín, pero un chambelán ordenó tocar in crescendo para ocultar la conversación del Empereur.

- Jean Marie, si el capitán de mi guardia de mosqueteros no puede protegerme en mi propio palacio quizás deba replantearme el por qué sigues aquí.

Jean Marie no agachó la cabeza y mantuvo entereza militar. No se sentía ni un poco culpable siquiera. Solo era solo un hombre y en la vida podría proteger al Emperador de todos los enemigos que se había ganado en los últimos años. Le faltaban horas de sueño y con los disturbios en las calles de Charouse ya tenía bastante. Jean Marié esperó a que el Emperador prosiguiera.

-¿Sabéis? Hace unos dos años estuve a punto de disolver los Mosqueteros. Pero en un acto de bondad y velando por mis fieles soldados decidí manteneros con un trabajo y un señor al que servir.

-Lo celebro y se lo agradezco, mon Empereur.

-Si Remy hubiera estado aquí con su Guardia Relámpago hubiera atrapado a la intrusa- seguía murmurando el Emperador distraído con la copita de licor.

-Es posible- respondió Jean Marie con paciencia.

- Hay muchos que matarían y morirían por estar en vuestro puesto. Dadme una razón por la que, después de esta negligencia vuestra, deba seguir contando con tus servicios y tus hombres.

-Yo moriría por vos, mon Empereur.

El Emperador salió de su ensimismamiento fingido, dejó de mirar sus manos enguantadas y sangrientas, y se dignó a mirar a Jean Marie. Deseaba ver la expresión de su capitán.

-¿Y mataríais, capitán?

La nuez de Jean Marie se estranguló como un blando fruto y falsas palabras murieron en su garganta.

Finalmente no dijo nada.

-Vuestro honor a la verdad os delata, Jean Marie. Sí, sí- asintió distraído con algo en mente-, esa será vuestra prueba final de lealtad para conservar vuestro rango y título. Me traeréis a la criminal y la ejecutaréis con vuestra espada vos mismo delante de toda Charouse.

Jean Marie abrió la boca para protestar, pero de pronto se dio cuenta de que su señor no cedería y eso solo lo alentaría en seguir adelante con su capricho. El Emperador se levantó y toda la corte dejó de bailar para inclinarse ante el Sol. La música dejó de sonar, haciendo perfectamente audible todo lo que decía el Emperador a Jean Marie.

Ya no había vuelta atrás. Mosqueteros y cortesanos por igual habían escuchado el deseo del Empereur. Jean Marie tendría que hacerlo o sus hombres acabarían en la calle.


Y dejando a Jean Marie con ese dilema, el Empereur se marchó al interior de palacio presumiendo de sus habilidades hechiceras. Con la sangra que brotaba de sus manos metió las manos en la realidad y extrajo sus tripas para internarse en ella como si se escondiera tras una cortina. La corte aplaudió y alabó las habilidades y la gracia del Empereur, que desaparición enseguida.

León Alexandre XIV du Montaugne, Empereur del Oeste de Théah, apareció de la nada en el ala oeste de palacio.

Tardaría un rato en llegar a sus aposentos privados, a los que no podía acceder directamente por Porté.

Los zuecos del Empereur sonaron por todo el mosaico acaramelado y brillante del palacio. Al cabo de tres segundos ya estaba rodeado de criados que estaban atentos a todos sus caprichos.

Pero ahora el gran monarca no tenía ningún capricho.

Al menos no ninguno que pudiera resolver un criado. Ni siquiera miles.

Erika Durkheim, la única cardenal de la Iglesia tolerada en la Chateau du Soleil, apareció frente al Emperador cojeando lentamente con un bastón de empuñadura dorada que representaba un hipogrifo echando a volar.

El Emperador aminoró el paso para deleitarse con la esbelta figura de la cardenal que se dirigía a él. Se veía a la legua que Erika poseía sangre eisena. Su pelo rubio, recogido en una trenza de espiga, reflejaba la luz al igual que su blanca piel brillaba como la nieve; su rostro mostraba unos rasgos tan afilados como su mirada inquisitiva e inteligente coronada por una extraña oscuridad. La figura, cojeante, se presentaba esbelta tras su sotana escarlata y su pecho pétreo empuñaba la cruz de los Profetas.

Erika se detuvo y esperó a que el Emperador se cruzara con ella, clavando su mirada desafiante en el monarca, sabiendo que la desnudaba con la mirada.

-No habéis cumplido con vuestra parte- dijo la cardenal gélidamente contenida.

-¿Es una adivinanza?- preguntó el Emperador, claramente había vuelto a olvidar todo lo que había prometido.

-Habéis dado de comer al pueblo tal y como me prometisteis, pero habéis dado comida que no quieren ni las ratas.

El Empereur se paró frente a uno de sus famosos espejos y se distrajo para arreglarse.

-No entiendo. Me pidieron pan y eso fue lo que les di a mis súbditos. ¿Acaso no están agradecidos a su emperador? Les he dado pan para el verano y pan para el invierno.

Erika respiró profundamente, airada.

-Es cierto, vuestros despachos han ordenado dar pan a todas las familias de los campos de los ensanches. Pero han dado pan de centeno únicamente y existen evidencias de que el pan podría estar contaminado por hongos cornezuelos.

-Pero es pan al fin y al cabo ¿no querréis que le de el mismo pan que comemos aquí, no? Sería una lástima que nadie comiera ese pan y tuviéramos que tirarlo- sin mediar palabra el monarca prosiguió su andar hacia sus aposentos privados.

Erika persiguió al Emperador, a pesar de su cojera.

-El problema es que algunos barrios campesinos comienzan a padecer Mal de San Antón.

-Pues que vayan a un galeno.

-Algunos no pueden permitírselo y no todos saben tratar esta enfermedad.

-Que vayan a refugios para enfermos.

-Los hospitales voluntarios estaban regidos por eclesiásticos, la mayoría se fueron cuando os coronasteis Emperador y hechicero.

-Pues que recen al profeta que más les salga...

-La situación es muy seria...-insistió la cardenal.

León Alexander XIV resopló vagamente al llegar por fin a los aposentos que buscaba.

-Por fin se muere mi molesta madre y vos pretendéis sustituirla en pesadez.

-Solo intento que ayudéis a vuestro pueblo.

El Emperador la miró largamente desde el interior de sus aposentos.

-Nunca entenderé cómo alguien tan inteligente desperdicia su belleza sirviendo castamente a la Iglesia.

La mano ensangrentada del Empereur se alzaba lentamente hacia el rostro de mármol de Erika como si intentara atrapar un delicado pájaro. Erika detuvo su brazo con la empuñadura del bastón antes de que llegara a tocarla, desafiante.

-Si seguís ignorando los ruegos del pueblo de Montaigne acabaréis mal.

-¿Es una amenaza?

-Es una profecía que hasta un ciego podría ver.

-¿Sabéis? Si no fuera porque me ayudáis y me decís las cosas claramente diría que intentáis conspirar contra mi- dijo apartando el bastón que lo apresaba y se lo arrebataba- Además, no sois una amenaza.

Cogió el bastón y lo lanzó al suelo, haciendo que la lisiada tuviera que recogerlo. El Empereur sabría que tardaría un rato, así que se adentró donde quería llegar y le cerró las puertas.

Una vez dentro se acercó al espejo donde tenía atrapado a su fantasma favorito. El único al que conseguía que le respondiera y le hablara.

Ahí estaba, con su melena caída y su aire melancólico. El fantasma era una figura joven, barba de tres días, casaca limpia y de levita con buen vuelo. Le faltaba las manos, sustituidas por dos látigos de sangre. Deambulaba por el reflejo de la habitación con pesadumbre sin impresionarse al ver al Emperador.

-Fantasma del espejo. Yo te invoco- ordenó el Emperador.

El fantasma apenas se inmutó, mirando al suelo.

-Quiero hacer uso de las preguntas que me debes- el Emperador casi se dignó a mostrarle respeto al fantasma.

El fantasma asintió.

-Dime, fantasma del espejo. ¿Era la mujer, la intrusa que se ha infiltrado hace menos de una hora en mi palacio, de nacionalidad castellana?

-Sí.


-Dime, fantasma del espejo. ¿Continúa en Charouse?

-Sí.

Era una locura, no podía ser pero tenía que preguntarlo o moriría allí mismo de la incertidumbre.

-Dime, fantasma del espejo ¿es la intrusa castellana se llama... Marina Oliván?

-Sí.

-¡Muéstramela!

El fantasma dudó, pero respondió. La imagen se emborronó inundadas de ondas de agua y apareció una joven espadachina de pelo rizado de obsidiana, cosida a cicatrices y remendada con una piel curtida al sol.

El Emperador ahogó un grito de asombro y sus ojos se volvieron depredadores y se dirigió al exterior de la habitación. No había rastro de Erika pero Jean Marie estaba en la antecámara, probablemente buscándole.

-¡Jean Marié!- le llamó el Emperador.

-¿Mon Empereur?

-La intrusa está en la ciudad- la ira y la esperanza se mezclaba en su boca como una espuma rabiosa- Es Marina Oliván y quiero que la traigas viva a mi presencia. Quiero que la traigas intacta y sana.

Jean Marie casi tiembla ante el nuevo giro de acontecimientos.

-Mon Empereur, no debéis perseguir fantasmas del pasado...tenéis problemas peores, los revolucionarios están a las puertas y...

-¡No me digas lo que tengo que pensar o hacer! ¡A ti te correspondía haberla arrestado en su momento! ¡Tráemela o pediré tu cabeza! ¡Quiero Charouse bajo llave!

-Pero...

-¡¡Ahora!!

Jean Marie dudó. Sentía que el fuego de la rebeldía nacía en su corazón, pero su juramento de fidelidad echó un jarro de agua fría.

"El fantasma del espejo lo profetizó. La alma pura de la castellana Marina Oliván está al margen de mi maleficio y podrá darme el hijo varón que tanto deseo. Ella me dará un heredero, alguien que continuará mi legado y apaciguará a estas hienas que tengo por corte. Marina Oliván es mi esperanza de mantener el Imperio de Montaigne como la gran potencia que es.

Marina Oliván dará a luz al siguiente Empereur de Montaigne. Lo quiera o no. Porque esa es mi voluntad"
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Una media hora después, la cardenal Erika Durkheim se reunía frente al espejo de su alcoba.

-Raoul, yo te invoco.

El fantasma del espejo que había atendido a las cuestiones del Empereur se apareció en su espejo y se inclinó levemente con respeto.

-Mi señora...

La cardenal lo observó un largo rato sintiendo compasión del fantasma, y le preguntó con una entonación rutinaria:

-Contadme, mi querido amigo. ¿Qué ha preguntado ésta vez el Empereur? ¿Qué le atormenta ahora...?

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La danza ígnea de Marina Oliván parecía haber prendido una mecha de una rebelión que estallaría por toda Charouse. Quizás era el cambio que Montaigne necesitaba. Quizás...

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