viernes, 30 de marzo de 2012

Una flor que crece entre tormentas

Se despertó de manera violenta y sobresaltada. Fue un reflejo de dolor que le costó un buen golpe en la cabeza contra la fría piedra negra. El eco del golpe y el aullido de dolor resonó por la sala, donde supuestamente había otras ocho celdas más que encerraban a los prisioneros más impredecibles, nada más y nada menos que siete piratas muy peligrosos y sobre todo, locos. Siete piratas y con él eran ocho. Pero él no era un pirata.

Se giró de forma pausada, intentando respirar por los agujeros del saco que le cubría la cabeza. Odiaba no poder ver, odiaba que el aire no pudiera tocar su rostro. Y aún así, se imaginaba de una forma muy nítida el Castillo Negro, una prisión perfectamente construida para albergar originariamente a un prisionero: él. Pero él no era peligroso, solo su rostro lo era. Un rostro que alguien que quería que el mundo no viera nunca más, pero no lo suficiente como para no matarle. La única explicación que le encontraba el prisionero sin rostro era que el traidor sabía lo que hacía, o que era tan fanáticamente devoto que no se atrevía a manchar sus manos de sangre...real. Todo debía ser un asqueroso plan de la Inquisición para hacerse con el poder. Se habían librado de él de forma muy astuta, pero entonces...¿qué habría sido de su hermano?
Esa duda, la incerteza de saber si su hermano pequeño se encontraba bien, le asfixiaba más que el saco de tela que le cubría la cabeza. Su rostro era un peligro para ellos...

Escuchó el conocido silbido de uno de los prisioneros y un grito de pura excitación.

-¡Jaca! ¡Déjame que te coma toah que me tenéis bien flaco en este cuchitril!

-¡Callate, nº V!- gritó un guardia tras un golpe en los barrotes.

Conocía a los otros 7 prisioneros de oídas, pero estaba seguro de que aquél era el Capitán Barceló, ex-almirante de la armada de Castilla, castigado por sedición, traición a la corona, deserción, desacato y piratería. Le había conocido hace muchos años, cuando ambos eran hombres respetables. Buenos tiempos...y cómo habían cambiado las cosas.

De pronto se escuchó el inconfundible sonido de unas llaves y de una puerta mal engrasada. El prisionero se incorporó junto a la pared de la prisión y esperó. La profunda voz del carcelero le llegó de sopetón.

-Número I, hora de asearse- dijo la voz curtida, haciendo referencia a la marca a fuego que le habían hecho en el cuello, como si de un animal se tratara.

La puerta volvió a cerrarse y escuchó como alguien muy silencioso dejaba algo como un cubo metálico en el suelo. Supuso que la misma esclava de la otra vez. Los agentes de la prisión ahorraban dinero de personal y criados usando a los prisioneros no peligrosos. Los más afortunados trabajaban los campos de azúcar en trabajos forzados en la isla prisión. La mujer le aflojó un poco el correaje del saco y le puso el plato de comida delante, que devoró el prisionero con ansia por debajo del saco, sin intentar quitárselo...ya sabía cual era la pena por hacerlo. Mientras comía, el prisionero olió a rosas, era la misma esclava de la otra vez. Escuchó como las iba colgando en la decoración que tenía supuestamente su celda. Era una imagen extraña para los guardias, el ver una prisión llena de flores rojas. El aspiró su frescura.

-Rosas...

Entonces supo que era ella otra vez, pero no dijo nada. Ella se acercó y dejó que el prisionero acabara con la comida.

-Con permiso, señor- dijo una mujer al otro lado de la capucha con voz temblorosa, dejando a un lado los platos.

Él no dijo nada y se dejó desvestir, excepto el saco que le cubría el rostro. Escuchó atentamente como estrujaba una esponja y olió el jabón barato. Aquella variación perceptible para sus sentidos era casi un regalo. La mujer comenzó lavando tímidamente sus brazos que, aunque aún jóvenes, en otro tiempo atrás habían sido atléticos y fuertes.

-¿Por qué...?- comenzó a decir él.

-Shh... sabéis que no podéis hablar conmigo- dijo ella mientras continuaba con su labor.

El calló, pero ella volvió a hablar. Odiaba eso, la mujer llegaba, le daba de comer, le bañaba, le traía flores a su celda...y él no podía ni dar las gracias. Si un guardia le escuchara...solo dios sabría que le haría a aquella pobre mujer.

- Debe ser horrible que, aparte de estar prisionero por una razón que desconocéis, no podáis ver, ni hablar, ni charlar simplemente... ¿Puedo llamaros Allende? No me gustaría llamaros por un número.

Él no dijo nada. Escuchó, como otras veces. El tocó una de las rosas que había traído. Estaba fresca, recién cortada. Apenas podía oler tras la peste del saco, pero aquél atisbo aroma era un regalo del cielo. Él tomó una de las rosas y la arropó entre sus venosas manos con ternura.

-Por mucho que le doy vueltas, por mucho que lo pienso, no parecéis como los demás. No sois como los otros- llevó la esponja al cubo y lo escurrió, cogiendo agua con jabón-. A veces pienso con ironía que sois como una de esas rosas que cuido: no podéis hablar, no podéis ver, no podéis moveros, no se os permite mostrar un sentimiento, y dependéis totalmente de alguien, alguien que os cuida, que os habla mientras os baña...¿habíais oído alguna vez que las flores crecen mejor si las hablan mientras las riegan?- hubo un breve silencio, hasta que la mujer salió de su ensimismamiento- Esa manera de verlo me hace pensar felizmente que un día, cuando salgáis de vuestra semilla y podáis así florecer en todo vuestro esplendor, de forma libre y fuerte, pueda sentirme orgullosa de que esa flor libre y llena de espinas ha florecido gracias a mi... que aguantó mil tempestades gracias a mis cuidados. Me gustaría creerlo, pues algo me dice que no deberíais estar aquí, que no sois como el resto. Llamadme loca, pero no parecéis un maleante corriente. Estáis marcado como el más peligroso y no le encuentro el sentido. No puedo miraros a los ojos pero siento que sois inocente. Veo en vos el porte de... un rey.

Él agachó la cabeza sin rostro, pero no dijo nada, dejó que ella hablara, como siempre. Ella suspiró, pensando que sus palabras le traían amargura. Cambió de tema.

-Sé que ya os lo dije, pero mi hija está aprendiendo a leer por su cuenta...es una chica muy lista. Aunque se queja de que solo puede leer los días de luna llena, se conforma con lo que tiene. Los carceleros no les permiten tener velas en las chozas de los prisioneros. Apenas puedo verla...pero menos es nada. Está a punto de cumplir los 15, ¿sabéis? Está deseando salir de aquí y ser un juglar como su padre. No es la vida que me esperaba para alguno de mis hijos...pero seguro que es mejor que lo que hay aquí. Se le iluminan los ojillos cada vez que escucha algo parecido a música. Es una chica muy despierta...quizás demasiado.

La mujer se avergonzó de contar siempre lo mismo a aquella persona, que seguramente soportaba las tonterías de su hija día sí y día no a la fuerza. Decidió callarse y vestir al prisionero, que ayudó todo lo que pudo en facilitar la tarea. Ella salió avergonzada

- Siento haberos molestado, no debía... aburriros con mis tonterías de vieja, lo lamento, ultimamente solo hablo de mi hija y...

Una punzada de dolor machacó a Allende y supo de pronto que sentía verdadero cariño por esa mujer y su hija, a las que no había visto jamás. De pronto la voz de Allende salió de la profundidad del paño que cubría su cara. Habló de forma templada, serena, confiada...segura, casi profética:

- Sé que no la conozco mucho pero, con todo lo que sé puedo decir con certeza que vuestra hija será una gran mujer- susurró el encapuchado con un tinte de emoción-. No la conozco y ya siento un profundo cariño por ella. Estoy seguro de que os sentiréis orgullosa de ella. No os preocupéis, Valia florecerá bien... os lo prometo.
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Isla del Diablo, fortaleza-prisión de Castilla. Una semana antes de la fundación de la Hermandad de los Piratas.

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